Anecdotario del Jefe

Relatos sabrosos e inverosímiles del Gran Jefe

Monday, February 22, 2016

Rescate en Infiernillo


Los nombres de los personajes han sido cambiados para mantener el anonimato de los protagonistas y sus familias, si alguien se siente identificado es una simple coincidencia.

En un ignoto lugar del sur de Chile, cuatro casas, un puente, un río, una plaza y un cementerio, forman un hermoso y tranquilo pueblito abandonado de la mano de Dios, un caserío llamado Licantén.

En este pueblo estaba la residencia de un señor apodado Tururo, quien vivía con su esposa y sus tres hijos: un varón, al que llamaremos Clavel y dos hermosas niñas, una jovencita llamada Martita y una adorable niña a quien llamaremos Paulita.

Un día domingo de una tarde de verano, la familia del señor Tururo estaba acompañada por una pareja de viejos amigos de Valparaíso, un distinguido y excéntrico personaje apodado El Jefe y su señora, la doctora Corazón. Juntos, decidieron dar un paseo por la hermosa playa de Infiernillo, cerca de Iloca, para disfrutar de las delicias del aire marino.

Se trasladaron a la playa en una camioneta 4x4 de última generación, conducida magistralmente por el señor Tururo. Al llegar, las tres damas iniciaron un paseo por las dunas atestadas de turistas que copaban con sus vehículos la playa de estacionamiento, los que sólo dejaban un pequeño espacio para entrar a las dunas.

El Jefe y el joven Clavel jugaban al aburrido (juego inventado años antes en la residencia del Jefe) con mucho entusiasmo por el calor insoportable, haciendo apuestas sobre qué auto quedaría enterrado en la arena. El señor Tururo decidió sabiamente que tomar una siesta al volante de su coche sería la mejor opción.

De pronto se desencadenó la tragedia que da origen a esta historia: Un todoterreno marca Isuzu color rojo, con un joven con cara de “pillo” al volante, una señora y un infante tomaron ubicación para entrar a la playa por las dunas, con la suficiencia de un experto. El joven Clavel aseguró que pasaría por las dunas sin problemas. El Jefe, más cauto y más zorro, puso en duda la afirmación del inexperto joven y aseguró que se enterraría antes de avanzar tres metros. El señor Tururo despertó de su tranquilo sueño y sentenció irónicamente que estaría enterrado antes de cinco metros; tras lo cual acomodó nuevamente su anatomía en el asiento del vehículo y siguió durmiendo plácidamente. El todoterreno en cuestión avanzó como cinco metros y se enterró hasta la caja de cambios en la arena. El inexperto chofer se quedó mirando el techo, la criatura lloraba como contratada y la veterana empapeló a garabatos a su acompañante.

El atardecer anunciaba la pronta llegada de la noche y la oscuridad, a cada momento se asentaba más sobre el paisaje. Cuando todo parecía perdido, después de muchos esfuerzos por sacar el vehículo de la arena, unos simpáticos y alegres jovencitos que recorrían la playa en un espectacular 4x4 de competición, fueron al recate, con muy buena voluntad para alivio de quienes miraban con gran preocupación este acontecimiento. Estos simpáticos jóvenes colocaron con gran maestría un remolque y tiraron con gran seguridad el auto enterrado en la arena sacándolo de un solo tirón hasta un arenal cercano donde se volvió a enterrar como a quince metros de tierra firme. Rápidamente los traviesos jóvenes sacaron el remolque y se fueron, dejando a todos con la boca abierta y la cara llena de asombro al ver el vehículo más enterrado que tesoro de pirata. Entonces, cuando se había perdido toda esperanza, y para buena suerte de los siniestrados, el señor Tururo despertó de su letargo y, siguiendo los impulsos de su noble corazón, decidió intervenir, al ver que el Jefe ya comenzaba a hacerse cargo de la angustiosa situación. Estudiando en el terreno mismo este complejo problema, el señor Tururo se acercó al Jefe y luego de aplicarle dos coscorrones al inepto conductor y sacarlo a tirones del volante del 4x4, se ubicó en el asiento del conductor intentando varias maniobras de rescate con su gran experiencia y sabiduría, lamentablemente sin éxito alguno. Entonces, de pronto se le iluminó la ampolleta al señor Tururo y, acompañado por su hijo Clavel y la señorita Paula, salieron raudos del pantanoso arenal y en espectacular maniobra, fueron a buscar un fuerte lazo a casa de un huaso amigo que vivía en un fundo cercano llamado Duao. La señora Ely y la señora Marta tomaron asiento en la arena de la playa gozando de los últimos rayos que el sol desparrramaba como un chorro de llamas sobre la playa mientras que desde un árbol cercano un jilguero endulzaba el suave viento con su canto liviano de melodías y trinos.

Con gran personalidad y don de mando, el Jefe se dirigió donde los ocupantes del 4x4 que tomaban caldo de cabeza, los mandó a juntar algunas tablas y ramas que estaban apiladas a la orilla del camino. Naturalmente, nadie infló al viejito intruso y no le dieron ni pelota, por lo cual este caballero arrastró por sus propios medios algunos palitos y remitas menores indicando a los ocupantes del vehículo enterrado que despejaran las ruedas para hacer un camino hacia delante. De pronto, el silencio de la tarde se rompió con el ruido de un motor, apareciendo raudo y veloz el 4x4 del señor Tururo que, en una elegante maniobra, entró en las dunas ubicándose en la posición correcta de rescate en la parte trasera del vehículo enterrado. El joven Clavel con gran destreza amarró el remolque en ambos vehículos y solicitó la aprobación del Jefe, que a prudente distancia vigilaba y analizaba las dificultades de esta operación. El señor Tururo se subió al vehículo enterrado y sin decir “agua va”, puso en marcha el motor y de un solo tirón -que casi desarmó el pequeño jeep- lo sacó, moviéndolo como media cuadra, hasta unas dunas más duras. Lo más espectacular de la maniobra, fue que el Jefe había dispuesto ramas y tablas para remolcarlo hacia delante, pero el porfiado del Tururo lo sacó hacia atrás, dejando al Jefe haciendo en soberano ridículo.

Se detuvieron los dos vehículos lejos del camino, enterrados levemente en un piso más firme. La emoción y la ansiedad, además del temor, dominaban la tarde. Entonces, el señor Tururo se dirigió al joven Clavel que esperaba impaciente y le dio la siguiente instrucción: “Mantenlo acelerado, no pases ningún cambio, dale parejo y si sientes que se entierra, para de inmediato”. El joven Clavel con cara de loco, como cabro chico con un juguete nuevo, se puso al volante del vehículo y lo sacó como a 100 kilómetros por hora gritando como poseído. Con las mechas al viento, los ojos desorbitados y haciendo señas con una mano, pasó todos los cambios en un segundo y se deslizó por la arena traicionera con una sonrisa de oreja a oreja, llegando triunfal hasta el camino pavimentado en medio de los aplausos del público. El joven Clavel con su ego por el cielo, se bajó del 4x4 más inflado que globo atmosférico y cedió el control del vehículo al conductor causante de este incidente, quien aún no salía de su asombro. El señor Tururo se había quedado en segundo plano, ya que todos se dirigieron donde se encontraba el Jefe y con entusiasmo y admiración lo felicitaban por el éxito de esta complicada operación de rescate .


Y colorÍn colorado esta historia se ha acabado.

Saturday, July 26, 2008

Emily, la Gatita Extraviada


Después de la muerte de mi perro Bandido, quien me acompañó por más de 16 años, nunca pensé que volcaría mi afecto hacia otra mascota. Pero la vida nos tiene preparadas muchas sorpresas como la que a continuación les cuento:

Hace aproximadamente tres meses apareció en el antejardín de mi casa, un gatito muy hermoso con un lindo collar en el cuello. Lloraba en la puerta seguramente pidiendo un poco de comida y de afecto. Pensamos que el felino en cuestión pertenecía a una familia vecina que hace poco había llegado al barrio, pero por más que lo corríamos, a veces en forma no muy amistosa, el gato siempre regresaba a nuestra puerta. Todo ese tiempo el gato comía y tomaba leche que nosotros le dábamos. Por las noches dormía sobre un cartón que pusimos especialmente para él debajo del auto, pues se acostumbró a buscar refugio en este lugar cuando era perseguido por los perros callejeros del sector. Como todo no puede ser perfecto, el gatito comenzó a incomodarnos, ya que los señores que sacan la basura lo hacen dos veces por semana y al dejar la bolsa de la basura en un sitio elevado del antejardín encontré varias veces la bolsa rota, y los restos de basura esparcidos por el jardín y la entrada principal.

Comenzó entonces la guerra desatada contra el amigo gato, a quien varias veces sorprendí arriba de la bolsa de basura tratando de romperla. Sabiendo el terror que sienten los gatos por el agua, cautelosamente preparé la manguera del jardín, tratando de sorprender al gato. Tres o cuatro veces abrí rápidamente el paso del agua, siendo muy cuidadoso que el chorro principal pegara en cualquier parte y sólo algunos goterones salpicaran a nuestro asustado enemigo que saltaba despavorido hacia otra casa. Cada vez que recogía la basura desparramada y cambiaba la bolsa, juraba que la próxima vez sí lo mojaría, pero nunca pude cumplir mi amenaza y opté por no sacar más la basura al jardín. Resignado traté de hacer amistad con el gato que, después de todo, era muy sumiso y regalón.

Con el paso del tiempo el gato se fue poniendo cada vez era más audaz y confianzudo. Subía al techo y bajaba al patio interior en busca de comida. Fueron muchas las veces que lo sorprendí durmiendo en mi sillón favorito, donde algunas veces tomo sol en las tardes. Fue tanta la confianza del gatito que una tarde entró al dormitorio principal y se instaló debajo de la cama, provocándole a mi señora una verdadera tragedia al no poder sacarlo debajo del catre. Tratamos de asustarlo con la escoba para hacerlo entender que esta no era su casa.

El gatito continuó con su rutina de maullar en mi puerta, mostrándose muy juguetón y tratando que lo adoptáramos. Algunas veces se colaba al comedor pero lo desalojábamos con la misma escoba porque estábamos convencidos que vivía en la casa de más arriba donde jugaba con unos niños de corta edad.
Una mañana de julio, mi señora conversaba con una vecina en la puerta de calle, cuando se acercó una joven señora de buena presencia preguntando por alguna casa en arriendo. La habían enviado desde la panadería del frente, ya que mi señora y yo llevamos viviendo aquí más de cuarenta años y podíamos tener alguna información al respecto. Al escuchar la voz de la señora, nuestro amigo gato salió intempestivamente de abajo de mi auto y se acercó a ella maullando. La señora sorprendida exclamó: “Se parece a Emily, mi gatita que hace tres meses perdimos al mudarnos desde Concepción al Cerro Esperanza”. Ante esta nueva intervención de la señora, el felino comenzó a ronronear y a dar vueltas alrededor de ella, demostrando gran emoción y felicidad.

Algo confundida por el parecido de este gato con su gata extraviada, la señora la observa con más atención y descubre que el collar que lleva es el de su gata y además, tenía la cicatriz en el lugar donde su gata había sido operada. Con lágrimas en los ojos, no paraba de decir “Emily, Emily...”. Sin poder contener la emoción, no se cansaba de bendecirnos por la atención que le habíamos brindado a Emily y nos comentaba lo alegre que estaría su pequeña hija quien había llorado muchos días pensando que jamás encontrarían a Emily, la pequeña mascota que tanto extrañaba.
Los gatos tienen alma al igual que nosotros, son seres inteligentes, que sienten, piensan y sufren. Son seres altamente evolucionados a los que hay que respetar y cuidar.
Analizando lo que pasó, me agobia una gran pena y sentimiento de culpa por no haber tratado de hacerle la vida más fácil a Emily, por no haberle brindado más cariño y atención a esta hermosa gatita. Ahora, a la distancia, Emily te pido disculpas y estoy seguro que me perdonarás por no haber sido más amable contigo. Deseo de corazón, que ahora que disfrutas la felicidad de estar con tus verdaderos dueños, tu existencia por siempre esté colmada de paz y tranquilidad.

Alejandro Martínez Rojas

Friday, December 22, 2006

Año 1989: Mi Perro Bandido

Corría marzo de 1989, el menor de mis hijos, Alejandro, enfermó de cuidado afectado de una hepatitis tipo A. Esta enfermedad duró poco más de tres meses y mantuvo a mi hijo en cama por muchos días.

Como una forma de ayudarlo en su recuperación, accedimos a su petición de tener un perro que lo acompañara. Por esas cosas del destino, una vecina amiga de mi señora, tenía una perrita de raza Poodle con 5 cachorritos recién nacidos. Llevamos a nuestro hijo a ver los perritos y de inmediato eligió uno que bautizó como “Bandido”, que era el nombre de un perro que actuaba en un una serie de dibujos animados del cual Janito era fanático y que se llamaba Johnny Quest.

Así fue como el perro Bandido pasó a integrar nuestra familia, solamente tenía un mes cuando comenzó esta historia. Ya han pasado 18 años, si los perros viven 7 años por cada uno de los humanos, el Bandido tiene ¡126 años!

Inició su vida con nosotros el señor Bandido y nos robó el corazón. A medida que fue creciendo, más nos convencía de que era casi humano. Eran múltiples las gracias y las muestras de inteligencia que día a día nos brindaba este fiel amigo, devolviéndonos el cariño que le dábamos multiplicado muchas veces.

Tengo un ahijado americano de apellido Ramírez, el cual trajo una vez una cámara de video y captó las mejores gracias del Bandido. Este video amenizaba todas las fiestas y reuniones de mi ahijado, así fue como el Bandido se convirtió en artista internacional en Estados Unidos.

Entre las tantas historias, se cuenta que cuando uno decía:“gato”, el perro salía disparado como loco al jardín ladrándole a cualquier cosa que se moviera, aunque fuera una hoja barrida por el viento. Entre sus gracias máximas, mi hijo Alejandro lo hacia hablar, y tomándolo del hocico el perro decía: “Agua, mamá, papá, guagua” y algunos otros vocablos. No era raro que algunos niños del barrio se acercaran a la puerta del jardín con la intención de escuchar hablar al cuadrúpedo.

También confeccioné con un alambre, un círculo recubierto con papel dorado simulando llamas de fuego, el Bandido saltaba de un sillón a otro por el centro del círculo una y otra vez. También cuando yo conversaba con algunos amigos y decía hay que bañar al Bandido, el perro se levantaba y se dirigía al baño apoyando sus patas en la tina y esperaba. Cuando le decíamos:” muerto”, se dejaba caer al suelo inmóvil y no movía ni los ojos. Al salir de paseo era el primero en subir al auto y se acomodaba en el asiento delantero al lado del conductor y no había forma de sacarlo se ese lugar.

Lo único que lo enfurecía, era cuando alguien lo trataba de correr con el zapato cuando estaba echado…entonces se convertía en un tigre. A un amigo de mi hijo Nelson, al señor Kramer, se la hicimos un par de veces, le decíamos: “empújalo con el pie que no hace nada, es muy mansito…” casi le come el zapato. El señor Kramer era un poco tímido y la furia del bandido le propino un buen susto.

Solamente una vez el perro Bandido cometió un error: fue en mi cumpleaños número 70. La casa estaba llena de familiares y niños pequeños que corrían por todas las piezas jugando con él. En una de esas correrías, el perro chocó con un niño llamado “Coto”, mordiéndole el dedo. Por suerte el perro estaba vacunado y no paso a mayores. Por este pequeño “condoro” le aplicamos la ley del hielo por varios días y, seria la única mancha en su flamante hoja de vida.

En la vida sentimental, al Bandido le conocimos una sola mina, su nombre era “Muñeca”. Con ella fue padre en dos ocasiones, la primera vez tuvieron 6 perritos y la segunda fueron cuatro, muy similares al papá. Hace un par de años quedó viudo ya que la Muñeca pasó a la otra vida. También tuvo un solo amigo, un perro negro de la calle que siempre lo esperaba a que saliera a la reja para copuchar un rato, este quiltro tenia de ídolo al Bandido. Pero nuestro perro era medio clasista así que después de un rato le soltaba el remolque y se sentaba a pensar en otra cosa.

La casa está llena de fotos del Bandido, es un gran amigo y un mejor compañero. Hay quienes dicen que los perros no piensan, pero yo creo que si lo hacen, ya que conocen nuestros estados de ánimo, nos cuidan y sufren por nosotros, por eso yo siempre digo que el Bandido es casi humano.

El Bandido además es un perro educado, jamás entra a pedir comida cuando estamos en la mesa, se retira al patio esperando a la mamá para su alimento y no come hasta que quien le da la comida se retira.

Yo tengo una acordeón, a veces en las tardes toco un rato y el único que se ubica frente a mi es el Bandido, por lo que creo que además le gusta la música, pues nunca se retira si estoy tocando, gracias Bandido por tu paciencia.

Pero nada en la vida es eterno y faltando pocos días para el 2007 el perro Bandido se ha convertido en un viejo decrépito, que apenas camina. No se mueve mucho, está ciego y sordo y pasa mucho rato inmóvil, como pensando. Pasa la mayor parte del día acostado en su casita, en su juventud toda la casa era para él. Nunca se subió a los sillones ni a las camas, ni nunca mordió a nadie (salvo el pequeño incidente narrado anteriormente).

Ésta es la historia del Bandido y es el homenaje de la familia Martínez a un perro fiel, leal, cariñoso y valiente: “Bandido, perro amigo, el tiempo nada sabe de sentimientos… sólo pasa". Cuando te veo solitario caminar, con paso cansino y con tanta dificultad, se me parte el alma, la vida siempre cobra y ahora te pasó la cuenta. No quiero contar esta historia y relatar un trágico final, la vida cobrará su precio tarde o temprano y la pena y la tristeza se quedara con nosotros para siempre.

Gracias querido y fiel amigo.

Cuanto más conozco a los humanos... más quiero a mi perro.

El Jefe

Friday, December 08, 2006

1985, Viña del Mar: La Luz al Final del Túnel

Hace muchos años, en Viña del Mar ocurrió una tragedia. Específicamente en Reñaca. La causa fue un aluvión en el estero del mismo nombre. Como consecuencia del temporal de viento y lluvia que azotó la ciudad, además de la acumulación de basura y escombros, se formó un dique en las quebradas superiores que alimentan el estero, el cual vierte sus aguas en el mar.

Producto de este aluvión que arrasó los bordes y calles aledañas al estero, mi cuñado Italo Bavestrello, que tenía unas cabañas en la calle Balmaceda, paralela al estero, se vio afectado por el agua y el barro, el cual llegó a la altura de las ventanas. Una semana después de esta tragedia, fui con mi señora, con mi hijo Alejandro y un amigo de él, para ayudar a despejar el barro y limpiar el patio. Terminada la jornada en la tarde, poco antes de ponerse al sol, regresamos a nuestra casa en Valparaíso. Al salir por el puente Reñaca, camino hacia Las Salinas, mi señora me pide que me detenga un rato al costado del camino para bajar un rato a la playa las Cañitas, que estaba unos 30 metros más abajo. Era una tarde muy agradable, no corría viento y el mar estaba tranquilo y sereno.

Mi señora bajó a la playa acompañada de Alejandro y su amigo. Los muchachos corrían por la arena e intentaban subir a unas rocas, mi señora se quedó en la orilla vigilándolos. Como yo estaba un poco cansado, preferí quedarme en el auto. Pasaron algunos minutos y escuché los gritos de mi señora advirtiendo a los muchachos que bajaran de las rocas, las cuales quedaban cubiertas por el agua al reventar las olas que mansamente se retiraban sin peligro aparente. Sin ninguna razón salí del auto y, como no veía ni las rocas ni la playa, comencé a pensar en la desgracia que ocurriría si una ola más violenta y de mayor volumen de agua botase a los muchachos de la roca y en su retroceso los internara mar adentro.

Yo soy un pésimo nadador, por lo tanto me asusté y comencé a preocuparme. Se apoderó de mí una fuerte sensación de peligro. Algo me ordenaba que bajara a la playa rápidamente. No me explico porqué, pero comencé a caminar hacia donde sentía reírse a los muchachos. De pronto se produjo un silencio y mi angustia fue real. Comencé a correr hacia la playa sin ver ni escuchar nada. De repente sentí el grito angustiado y lleno de horror de Alejandro: “¡Papá, mi mamá se cayó al agua!”

Veo todo negro, corro desesperado los últimos metros. Salto a la playa y me dirijo hacia las rocas. Esto es lo que vi: en realidad no vi nada, ya que una ola mucho mayor había reventado sobrepasando las rocas y formando un torbellino de agua y arena llena de remolinos. Cuando la ola comenzó a recoger yo salté por intuición a una especie de poza que se había formado. Pasaron unos instantes y entre la espuma divisé el chaleco rojo que vestía mi mujer. Me agaché desesperado y, como pude, la tomé de la ropa y la levanté. En ese momento Alejandro saltó al agua y entre los dos la afirmamos hasta que recogió la ola y logramos sacarla del agua.

Regresamos caminando muy despacio por la arena y subimos el sendero que nos conducía al auto. No hablamos, todavía estábamos asustados y completamente mojados. Nos sacamos los zapatos llenos de arena, nos secamos un poco y emprendimos el viaje de regreso, que fue eterno. Por fin llegamos a nuestra casa, nos bañamos con agua caliente, nos cambiamos ropa seca y conversamos una y otra vez de lo que nos había sucedido. Nos contó mi señora que mientras estuvo sumergida, nunca sintió miedo ni dolor, por el contrario, sintió mucha paz y vió una luz celestial al final de un túnel por el cual ella viajaba. Pasaron muchos días en que dormir era una pesadilla; pero lo fuimos superando y ahora sólo es una anécdota que relato para ustedes.

Años después, el Dr. Andrés Barros, mi jefe y amigo, experto en asuntos paranormales, que conocía esta historia, publicó en el diario la Estrella de Valparaíso parte de esta anécdota. Un buen día, llegó a nuestra casa una periodista de TVN, del programa dirigido por Carlos Pinto: “El día menos pensado”. Quería entrevistar a mi señora por su experiencia cercana a la muerte.

En esta entrevista, mi esposa le relató a la periodista lo ocurrido aquella tarde el la playa las Cañitas. Cómo fue la experiencia de haber estado sumergida y sin poder respirar durante varios minutos; sin tener nunca miedo, ni la más leve sensación de pánico. Narró su viaje por un túnel muy hermoso, lleno de luz y música suave que invitaba a seguir por el cual se dejaba llevar llena de felicidad y una dicha inexplicable. Ella quería seguir hacia esta claridad maravillosa que había al final del túnel. Pero yo la rescaté regresándola a este mundo de penas y alegrías, de dichas y sufrimientos… Estaba escrito que ella no podía dejarnos todavía.

Mis hijos nunca hubieran sido los mismos sin el cariño, la fortaleza y la ayuda que ella siempre les ha brindado. Sin este pilar, nuestra familia se hubiera derrumbado.

La vida nos puso en este trance y todavía no me explico cómo sucedió. Lo más asombroso que recuerdo es que, pese a estar bajo el agua un instante, mi esposa nunca tragó agua ni se desesperó. Yo siempre le bajé el perfil a esta historia y nunca comenté lo ocurrido. Han pasado más de veinte años, creo que es el momento de contar esta extraña anécdota.

Gracias Ely por estar todavía con nosotros.

El Jefe

Thursday, November 16, 2006

Año 2006, Club Placeres: Una Noche Especial

El último domingo del mes de julio, recién pasado, a las 11 AM, un amigo muy querido, en la plenitud de su vida, en gran estado físico y mental, sufrió un accidente cardiorrespiratorio fulminante conduciendo su vehículo por la Avenida España, hacia Viña del Mar, frente a la Escuela Industrial. Mi querido amigo falleció trágicamente a cinco minutos de su casa, ubicada en la subida Agua Santa, frente a la gruta de Lourdes.

Mi amigo se llamaba Juan Domingo Bozzo Solari, tenía 64 años. Nació y pasó su juventud en nuestro querido cerro los Placeres, donde conoció a su querida esposa, la señora Amalia Fernández. Juan, o Pelao, como le decíamos cariñosamente, fue un destacado deportista y dirigente del Club Deportes Los Placeres. El día del fatal accidente había llegado a las diez de la mañana a la cancha techada del Club en San Guillermo.

El grupo de antiguos jugadores y amigos del club Placeres se juntaba a pichanguear todos los domingos en la mañana. Ese día el partido se resolvió un poco antes. Después de descansar un momento, el Pelao subió al auto acompañado de un amigo, a quien dejó un par de cuadras más allá. Siguió su camino de regreso a casa sin ningún problema hasta encontrarse con la última jugada que le tenía preparada el destino, y que ha llenado de tristeza y soledad a su familia y amigos.

El funeral fue algo impresionante, el dolor que sentimos todos es muy difícil de relatar. Después de dos meses, sus amigos decidimos ofrecerle un homenaje póstumo como manifestación del gran afecto que sentimos por él, pues siempre fue un amigo leal y de grandes condiciones humanas. Este homenaje estaba planificado desde hacía un tiempo, a modo de sorpresa, sin embargo, el destino tenía preparada otra jugada y se llevó a nuestro amigo.

Por tratarse de una persona tan querida, decidimos realizar la reunión -programada para fines de septiembre- y rendirle de igual manera este homenaje como si estuviera con nosotros en nuestra sede social. Este es el tributo que le rendimos quienes fuimos sus amigos por más de cuarenta años.

Una noche en casa de la familia Bozzo, mi hijo Alejandro, quien es muy amigo de la familia, le comentó a los hijos del Pelao, que en la reunión del mes de septiembre del Club Deportivo los amigos le rendirían un homenaje a su padre. Esta conversación la escuchó Amalia, su esposa, y sin pensarlo dos veces dijo: “Yo voy a esa reunión, quiero agradecer a todos sus amigos personalmente el cariño y la amistad que han demostrado por mi marido”. La hija y una hermana se sintieron profundamente conmovidas, y en un inexplicable impulso decidieron acompañarla.

El día de la reunión, los familiares llegaron al Club envueltos en una sensación misteriosa y acogedora. Al ingresar al Salón de Honor fueron recibidos por el señor Enrique Becerra, el presidente del Club señor Alejo Riquelme, y don Alejandro Martínez Rojas con quien los unía una gran amistad. Ellos se sintieron siempre acompañados fuertemente por el espíritu de don Juan Bozzo.

Luego de la presentación, que fue muy emotiva, se dio comienzo al homenaje. El señor Riquelme agradeció la presencia de la familia Bozzo. Volvió a destacar las virtudes y méritos de nuestro amigo, y además informó a la familia, que el Club había decidido que todos los años, en diciembre, se entregaría un premio al jugador o dirigente más destacado, y que llevaría por nombre “Premio al Deportista Más Destacado Juan Domingo Bozzo Solari”.

Algo extraño y mágico sucedió en ese momento, no puedo explicarlo claramente: una sensación de espiritualidad nos envolvió y, mientras yo hacía uso de la palabra, flotaba en el aire un sentimiento de paz y tranquilidad profundamente emotivo.

Un aplauso espontáneo y sostenido rubricó este emocionante momento. Siguió flotando en el aire esa sensación de la presencia del espíritu de mi amigo, mientras se contaban historias y anécdotas que hicieron disfrutar a su familia de gratos recuerdos.

A las once de la noche, después de tres horas en el salón del Club, la familia Bozzo hizo abandono de la sede. Al retirarse, la señora Amalia nos dijo que siempre sintió la presencia de su esposo a su lado.

Se llevó esta familia el recuerdo de una noche inolvidable, y, como nos dijo su esposa al agradecer este homenaje, el Pelao estuvo presente esa noche con todos nosotros.



Gianni:

Que el camino salga a tu encuentro
Que el viento sople siempre a tu favor
Que la lluvia caiga suave sobre tus campos
Y que Dios te sostenga en Su mano…

… hasta que nos volvamos a encontrar.

Amigo, nosotros jamás te vamos a olvidar.

Alejandro Martínez Rojas

Wednesday, September 13, 2006

Año 1985, Valparaíso: Periplo a la Capital

No quería contar esta historia para no perjudicar la imagen de los implicados, que ahora son honorables ciudadanos de intachable conducta. Pero hay muchas versiones de lo que realmente sucedió y se me ha pedido insistentemente que cuente cómo realmente pasaron las cosas en aquel mítico viaje a la capital. He aquí mi versión:

Desde hace mucho tiempo me estaba preparando para ir a Santiago, al Estadio Nacional a ver jugar al eterno campeón, me refiero a Colo Colo. Preparar este viaje me significó varios meses de estudio, además, tenía que contar con las personas idóneas, educadas, de buena conducta, sin vicios y de cierta capacidad económica.

Para mi buena suerte, tengo un ahijado americano que estaba de vacaciones en Chile, y que además habla cuatro idiomas. Él tenía arrendado un auto (en regulares condiciones) por unos días, lo que lo ubicaba como invitado número uno, a pesar que de fútbol no tenía idea. Mi ahijado contaba con dos amigotes que reunían las condiciones exigídas para hacer el viaje. Se suponía que eran personas serias y tranquilas, y que no les gustaba el trago.

Uno era el Gaby, alias “el Barba”, joven abogado, de bajo perfil. El otro era el Wlady, alias “el Pelao”, ex jugador de fútbol, dirigente de algunos clubes de barrio. Mi ahijado es una persona seria, no practica deportes, es dueño de varias ópticas y no tiene alias ni apodo conocido.

Organizo el paseo, juntamos las platas y nos vamos de viaje, mi ahijado al volante, yo voy como su copiloto y atrás toma colocación el Sr. Wlady con el Sr. Gaby. Ellos llevan varias latas de cerveza cada uno, me dicen que viajar les da mucha sed.

Al llegar a la capital, el Sr. Wlady toma el mando del vehículo y nos hace un tour por el barrio alto, después se luce con su conocimiento de paseos y avenidas, y nos hace una rápida pasada por los suburbios y lugares poco santos de la ciudad.

Como ya estábamos aburridos y lateados, le insistimos que antes de entrar al estadio queríamos comer algo. Aquí el Wlady muestra la hilacha: después de acercarnos al estadio se instala al lado de una señora que vendía algunos alimentos y, muy suelto de cuerpo, le pide cuatro “sanguches de potito” con ají. Esto fue un verdadero insulto a mi intelecto ya que nunca antes había comido cosas compradas en la calle, menos fuera de un estadio. Pero el Wlady y el Gaby gozaban con este pan redondo con tomate, palta y un espectacular pedazo de cerdo, con bastante ají y mayonesa. Mi ahijado y yo sólo degustamos la mitad de esta bomba de colesterol, la otra mitad adivinen quién se la comió… Por suerte ya comenzaba el partido y entramos a tribuna Andes, donde disfrutamos de un buen partido amenizado por los comentarios del Pelao que algo sabía de fútbol y por las cabezas de pescado que hablaba el Barba, quien no sabía nada de fútbol y creía que la pelota daba botes porque tenía un conejo adentro. Mi ahijado, como es americano, sólo sabe de béisbol y rugby; y como es de profesión óptico, sólo se dedicaba a mirarle los ojos a las niñas.

Al salir del estadio, al señor Wlady se le ocurre que es conveniente hacer un recorrido por la periferia de Santiago y visitar algunos lugares de dudosa reputación, donde él es muy popular. Para convencer a los otros inocentes integrantes de este grupo, argumenta que no hay problema en que nos tomemos unos traguitos, total el Jefe (yo) no toma y puede conducir sin ninguna dificultad en el viaje de regreso a Valparaíso.

Así fue como comenzó esta noche de juerga. Asesorados por Wlady fuimos a rematar a una quinta de recreo donde este señor era realmente muy conocido, porque no se explica de otra manera que lo saludaran todos los garzones, se metiera en la cocina y finalizara su recorrido en el bar, preparándonos los tragos. Después de media noche, el hombre quería seguir la jarana, pero nos opusimos tenazmente a su idea ya que le había “entrado agua al bote” y se estaba poniendo algo borroso.

A las dos de la madrugada decidimos parar la farra y pedimos la cuenta, inmediatamente todos se “quedaron” dormidos y no hubo forma de despertarlos. No recuerdo cómo logramos salir de este antro, fue una suerte que no nos hubieran robado el auto. Con mi ahijado acomodamos los “bultos” de nuestros amigos en el asiento posterior y raudamente emprendimos el regreso al puerto. Yo venía al volante, mi ahijado se quedó dormido y lógicamente cuando hubo que pagar el peaje nadie despertó. El sueño es cosa seria cuando se trata de pagar alguna cuenta.

Pasamos por Curacaví y aquí viene el “condoro”: estaban arreglando el camino y había un desvío no muy bien señalizado que indicaba un trecho de dos pistas para luego retomar el camino correcto. Yo me “como” todas las indicaciones y sigo rumbo al puerto. En el tramo Curacaví-Casablanca algunos camiones me hacían señales con las luces y yo contestaba muy contento sus saludos. Uno me indicó que bajara el vidrio y me empapeló a improperios, alcancé a escuchar que se acordó hasta de mi mamá.

El camino estaba en reparaciones y no se podía avanzar muy rápido. Me preocupó la insistencia de los vehículos que venían en sentido contrario el hacerme cambio de luces. De repente se me “enciende la ampolleta” y comienzo a mirar el costado de la carretera, me doy cuenta que los árboles están muy lejos del camino. Entonces, en una arriesgada maniobra, me tiro a la improvisada berma para tratar de ubicarme. En ese momento despierta el señor Gaby y grita como enajenado mental: “¡Jefe, vamos contra el tráfico!”. Se despiertan mi ahijado y el señor Wlady, ahí mismo se les espanta la cura y me dicen angustiados: “¡Qué está haciendo Jefe! ¡Va contra el tráfico! ¡Fíjese en los carteles de publicidad, están allá, al otro lado!" Enciendo la luz interior del auto y de mirarles la cara de espanto y el color blanco ceniza de susto, no aguanto las ganas de reírme. Por suerte, entre los cuatro mirando atentamente, logramos descubrir un pequeño derrotero que comunicaba ambas vías y por ahí logramos entrar de nuevo al camino correcto. Cuando se sintieron seguros los asustados pasajeros, recuperaron el habla y aprovecharon de subirme al columpio durante todo el viaje.

Llegamos a Casablanca sin novedad, y luego a Valparaíso, hasta el cerro Los Placeres —donde vivo— que nos acogió cálidamente luego de esta tenebrosa aventura. A pesar de los años que han pasado, todavía me cargan con esta anécdota y me increpan: “¡Jefe, cuándo organiza un viaje a Santiago otra vez!”. También me preguntan si el carné de chofer me lo saqué en una rifa o si me lo regalaron en el circo del Tony Caluga.

El Jefe

ADVERTENCIA: algunos nombres y lugares han sido cambiados para proteger la identidad de los involucrados.

Los editores

Monday, September 11, 2006

Año 1950, Coquimbo: Jugando Básquetbol

Es mi segundo día embarcado en el destructor Serrano, estamos en el puerto de Coquimbo. Son las 10 de la mañana y estoy en la enfermería del buque cuando aparece el “Chino” Olivares con una pequeña herida en su mano. Mientras le estoy haciendo la curación, me pregunta si voy a ir a tierra con el resto de la tripulación al gimnasio del puerto, pues el buque debía defender el campeonato de básquetbol con una de las divisiones del acorazado Latorre. El “Chino” Olivares me dice muy entusiasmado: “Tu juegas bastante, ¿porqué no participas con nosotros? A lo mejor salimos campeones y como a ti no te conocen, no se imaginan la sorpresa que les vamos a dar”. Le respondo que hace muchos años que no juego, que no tengo zapatillas, que además no quiero jugar porque voy a ir a conocer Coquimbo, y que además a mí me trajeron para jugar fútbol. Se va de la enfermería y a los 15 minutos llega un marino con la orden que me presente al Segundo Comandante. Voy a su oficina, me queda mirando y me pregunta: “¿Qué número de zapatillas usas para jugar?” Yo le respondo algo asustado: “Mi Comandante, hace muchos años que no juego...”. Me dice: “Yo te pregunté por el número de zapatillas que usas”. Le respondo otra vez: “39 mi Comandante”. Me dice: “Enviamos un par con el equipo del buque, ahora te cambias ropa y a las 10.30 hrs. quiero a todo el equipo formado frente al portalón”. Y así fue, a esa hora estábamos todos listos para el duelo con el Latorre.

Nos fuimos a la cancha y Olivares se hacía el “gil”, el resto del equipo me miraba como pájaro raro mientras nos preparábamos para el partido. Me preguntaron de qué jugaba y por qué equipo. Había un subteniente que se creía estrella, daba instrucciones, nos aconsejaba y dirigía como si el equipo fuera de él. Obviamente yo no lo pescaba ni en bajada, pensando que como nadie me conocía iría a la banca todo el partido y nunca jugaría.

Debo aclarar que dos años antes, en 1948 había sido seleccionado juvenil de Valparaíso y que jugaba en Primera División en la Asociación de Básquetbol del puerto, lo cual me colocaba muy por encima de mis compañeros de equipo, técnicamente hablando.

Salimos a la cancha, siempre los basquetbolistas practican lanzando tiros libres y le ponen color. Comienzo a correr y el subteniente me tira una pelota alta, la atrapo en el aire, hago un doble ritmo y encesto, luego voy por el otro lado y encesto con la izquierda, lo hago varias veces y nunca fallo. Después lanzamos desde una posición fija y los encesto casi todos. El Chino Olivares se reía y me decía: “Tienes loco a mi Teniente con esas demostraciones de puntería y habilidad”. Fui titular indiscutido. Me miraban con asombro y comentaban: “Este huevón también juega bien al básquetbol”.

Al final ganamos y encesté muchas veces. Además de velocidad, tenía muy buena puntería y sabía jugar. El comentario en el buque era que el enfermero se las “había mandado”. Después de la victoria, el Comandante del destructor me felicitó delante de toda la tripulación. Esta actuación aumentó mi fama, algo que no tenía ninguna gracia, ya que yo era un jugador consagrado y mis compañeros de equipo eran sólo aficionados.

El subteniente trataba de ser amigable y comentaba las jugadas y los goles que había encestado. Como yo no lo “inflaba”, al final me regaló las zapatillas que me habían prestado.

Nunca más jugué básquetbol por el buque. Solamente cuando jugaba fútbol por Naval de Talcahuano, participé en la competencia de la zona por un equipo de la Base. Después, a mitad de competencia, Naval nos prohibió seguir jugando y el básquetbol me dejó para siempre.

Estuve nueve meses embarcado en el destructor. Los oficiales me tenían buena. El Comandante me protegía y trató por todos los medios de hacerme más fácil la vida a bordo. Fue una suerte para mí estar en tan buen buque, con tantos amigos y con tan buenos oficiales. Lo pasé muy bien, pero nunca me acostumbré.

Cuando regresamos de Punta Arenas me desembarcaron en Talcahuano, ya que Naval me había pedido de refuerzo. No regresé a Valparaíso pese a que me lo habían prometido. Me quedé un año en Naval, gran equipo. Fuimos campeones del Campeonato Regional de la Zona Sur, competencia que en esa época era tan importante como la del fútbol profesional. De eso puedo estar orgulloso.

Como un merecido homenaje después de 50 años, quiero nombrar por sus apodos y apellidos a quienes escribieron la verdadera y gloriosa historia de un equipo tan querido y popular como lo fue Naval de Talcahuano. La famosa hinchada que acompañó por tantos años al equipo en el estadio El Morro de Talcahuano, recordará con emoción, cariño y nostalgia estos nombres que les dieron tantos triunfos y alegría.

Esta es la lista de los jugadores y de sus correspondientes apodos: el “Chino” Olivares, el “Loco” Roa, el “Rucio” Nourdin, el “Pelao” González, el “Loco” Lewis, el “Cordero” Vera, el “Caballo” Aedo, el “Chancharra” Leal, el “Chepe” García, el “Chico” Pillado, el “Lenguado” Saavedra, el “Soquete” González, el “Pinga” Bravo, el “Chiporro” Weber y Felipe Coloma. El entrenador era Don Amadeo Silva y el ayudante y masajista era el gran “Pepe” Sandoval.

A estos grandes amigos y jugadores los conocí con motivo de haber sido seleccionado por la Armada en el año 1950, para participar en la Olimpiada Militar de ese año, en que también intervenían el Ejército y la Aviación. Se jugó en Talcahuano y salió campeón la Armada.

Después, en el año 1952, volví a integrar el plantel de Naval, que fue campeón regional de la ciudad de Concepción, con 26 victorias, 6 empates y una sola derrota. 70 goles a favor y 27 en contra.

A la distancia y después de tantos años, renuevo mi afecto y amistad, especialmente por Manuel Roa, Raúl Aedo, Mario Olivares, José García, Felipe Coloma y Eduardo Lewis. Se me hincha el pecho de emoción y orgullo de haber jugado en Naval.

El Jefe

Monday, August 28, 2006

Año 1976, Matta #16: La Noche del Gato

Esto sucedió hace mucho tiempo, en el año 1976, pero todavía nos reímos al recordar este gracioso e inverosímil episodio. Aquí narro los hechos:

Una noche de otoño, tipo dos de la mañana, me despierta un infernal ruido proveniente del living de mi casa. La persiana que protegía un ventanal que comunica con el patio, era golpeada con fuerza por algo desconocido. Mi señora despierta asustada y sin pensarlo dos veces grita: “¡Ale, un curado entró al living por la ventana del patio!”. Yo salto de la cama medio dormido, en paños menores, sin analizar lo que estaba sucediendo y dando por seguro que el curado en cuestión, estaba en el living golpeando la persiana tratando de salir.

Llego al living asustado y cometo mi primer error: no encender la luz. Veo entre las penumbras un bulto tratando de salir por la ventana, que choca con la persiana. Frente a esta ventana hay ubicado un sillón grande. Veo el bulto saltar un par de veces, chocar con la persiana y caer detrás del sillón. Entonces, recién atino a encender la luz y lo veo en plenitud: un gato negro bastante grande, con cara de loco y que me mira fijamente. Al pasar por la cocina, agarro lo primero que encuentro al alcance de mi mano: un chancho de esos que se usaban para sacar brillo al piso (un fierro rectangular cubierto con una especie de escobillón unido a un palo de escoba de dos metros de largo para tomarlo).

El felino, confundido, trata de arrancar, y asustado pasa entre mis piernas (recuérdese que estaba en paños menores) como a cien kilómetros por hora en dirección a los dormitorios donde mis hijos dormían apaciblemente. Intento pegarle con el chancho y apenas le veo la cola, cuando desaparece en la pieza donde duerme Alejandro, todos gritan asustados, pero más asustado estaba el gato que se mete debajo de la cama que está al rincón. Cuando me asomo a mirarlo, pasa despavorido como un rayo a un centímetro de mi nariz y se mete en el segundo dormitorio. Aquí, en forma imperturbable, duerme mi hijo Italo, a su lado hay un camarote. Todos detrás del gato gritando y este desgraciado se encarama en la litera más alta, donde se calma y me mira como diciendo: “Hasta cuándo me persiguen estos huevones”.

Aquí cometo el segundo error: me las doy de domador de fieras. Me pongo un guante de cuero, me subo a la otra cama y les advierto a los muchachos: “No griten, quédense muy tranquilos”. En seguida trato de tomarlo por el cuello con cuidado y suavidad, pero uno de mis hijos pierde la calma y justo cuando voy a agarrar al gato, le tira un peluche con forma de perro. Yo ya lo tenía casi agarrado cuando se asusta y me clava los dientes en la mano enguantada. Entonces me sale el indio, me vuelvo loco, lo tomo por el cogote con furia asesina y comienzo a ahorcar al desgraciado. A cada rato con más rabia, me suelta la mano y aprovecho para pegarle en la cabeza con un cenicero. Sin aflojar la mano del cogote lo sujeto de las patas traseras y de la cola. En calidad de bulto lo saco hasta la puerta de calle que está abierta de par en par, me voy hacia el poste de luz (que es de concreto), con la intención estrellarlo. Pero en ese momento entra en acción mi ángel bueno, y prefiero cruzar la calle, dirigirme a una quebrada cercana que estaba rodeada de un muro de unos dos metros de alto. Me doy un par de vueltas para agarrar vuelo (técnica adquirida cuando lanzaba el martillo) y lo tiro por encima de la muralla.

Cuando regreso a casa a curarme la mano, escucho un coro que me grita: “¡Guatón, tómate un Armonyl!”. Y a pesar de ser agosto, del gato nunca más se supo.

El Jefe

Tuesday, August 22, 2006

Año 1971, Lota: Viaje al Centro de la Tierra

Hace unos treinta y cinco años fuimos de vacaciones con mi familia a Concepción, a casa de mi sobrino Luis, quien vive en San Pedro. El trabajaba en las oficinas del mineral de Lota, en esa famosa industria del carbón. Era secretario de un joven ingeniero en minas, quien por su actividad debía realizar una inspección al fondo de la mina. Me invitan a que los acompañe en este recorrido, a un nuevo filón que pronto comenzaría a operar. Lota está 33.2 Km al sur de Concepción y se llega por la carretera que bordea el Golfo de Arauco.

El día señalado nos levantamos muy temprano y a las 8.00 hrs. estamos en las oficinas del ingeniero, quien nos da algunas instrucciones. Acto seguido nos lleva a un departamento donde nos entregan unos formularios que hay que leer y firmar antes de bajar a la mina. Dice el documento que nadie se hace responsable en caso de muerte, accidente o cualquier otra eventualidad. Aquí, casi arrugo y regreso a casa. No tenía idea que este viajecito era tan delicado. Entregamos los papeles firmados y nos llevan a otro departamento donde nos entregan un buzo azul cerrado hasta el cuello, botas y un par de guantes. Hay que sacarse toda la ropa y quedarse sólo con dicho buzo y las botas. De allí vamos a la lamparería donde nos proporcionan un casco de minero con una lamparilla en el frente conectada a una batería portátil adosada a la cintura por un fuerte cinturón.

Nos encontramos afuera de las oficinas con otros mineros vestidos igual que nosotros. Todos con sus cascos puestos. Avanzamos hacia una especie de galpón metálico donde se encuentra el ascensor que nos llevará hacia las profundidades. Es una verdadera jaula donde van los mineros, una vagoneta usada para transportar carbón y nosotros, apretados como sardinas.

La bajada es vertical, de unos cincuenta metros. Se cierra la jaula y el ascensor, con ruido de fierros, cadenas y chirridos, baja rápidamente hacia la tenebrosa boca de este pozo. Pasado un rato disminuye la velocidad bruscamente y se detiene a la entrada de una galería mal alumbrada y tapizada por planchas metálicas y rieles que se internan en oscuros pasadizos excavados en la roca. Frente a nosotros se encuentran algunos montones de carbón recién extraído, vagonetas listas para subir el carbón y mucho movimiento; pero nadie habla, estos mineros se "juntan solos”, cada uno con sus problemas. La mina produce una especie de ansiedad y temor que es imposible de explicar.

De la galería bastante alta y amplia, sólo se distingue parte de las vigas de la techumbre cruzada por maderos. Se puede caminar erguido libremente por los costados de la vía. Unos 50 metros adelante, un túnel iluminado y bien revestido en sus paredes, nos indica que ése es el camino hacia el filón que nos espera en las profundidades de la tierra. Nos subimos a un tren eléctrico, (que se encarga de transportar las vagonetas con carbón hasta el ascensor), que llega sólo hasta la mitad de nuestro recorrido hasta el fondo de la mina.

Unos cuantos kilómetros en tren y ahora avanzamos a pie. La luz se hace más tenue y los focos están más separados. El túnel comienza a descender lentamente con una pendiente de unos 15 grados. Ya estamos bajo el océano Pacífico, las paredes de la galería nos permiten ver las cortantes aristas del muro de carbón. La galería poco a poco comienza a estrecharse, y aparecen los puntales de madera que sostienen el techo de la excavación. Ahora sólo podemos avanzar inclinados, el piso de la mina es áspero y la humedad se hace sentir en las paredes y en el ambiente.

Al comenzar el descenso, las paredes laterales permanecen en la oscuridad, sólo una luz muy débil nos indica el camino. Los túneles se bifurcan y los mineros siguen por el que está iluminado. El ingeniero, mi sobrino, dos mineros y yo, seguimos por el otro túnel, el que no está iluminado y por el cual sólo se puede avanzar gracias a la luz que nos proporcionan nuestros cascos con sus pequeños focos.

El ingeniero nos pide que apaguemos nuestras luces y que tratemos de mirarnos las manos: no vemos absolutamente nada, a pesar de sentir las manos frente a los ojos. Esto es lo que los mineros denominan: “la oscuridad del ciego”.

Avanzamos cinco kilómetros bajo el mar. Me doy cuenta que tengo el mayor océano del planeta sobre mi cabeza y pienso: “¿Quién me mandó a venir a este infierno?” Ahora vamos agachados y de repente una pared de roca y carbón nos impide el paso. En su parte inferior hay una cavidad de unos 80 centímetros de diámetro, que la conecta con otra galería más amplia e iluminada. Para llegar a ese lugar, hay que arrastrarse un par de metros. Allí los mineros, en un espacio mucho mayor, conversan y toman su colación tranquilamente.

Al comenzar nuestra caminata por la galería estrecha y sin iluminación, el ingeniero nos hace esta recomendación: “Si por alguna razón se pierden o quedan solos, no entren en pánico, sólo traten de caminar hacia donde viene la tenue corriente de aire. Este flujo de aire debe darnos siempre en la cara, eso indica que vamos hacia donde están los ventiladores, que son inmensos y están ubicados al comienzo de la galería. Si el aire nos pega en la nuca quiere decir que nos vamos alejando de la entrada de la mina”. Inmediatamente me coloco entre el ingeniero y mi sobrino y nadie me sacó de ese lugar, sólo faltó que los tomara de las manos.

Cuando estábamos listos para pasar arrastrándonos por la pequeña abertura, el ingeniero me advierte que no mire hacia arriba y que avance rápido, obviamente esto fue lo primero que se me ocurrió. Di vuelta mi cabeza como pude en ese reducido espacio y la luz de mi foco me mostró la roca desnuda con amenazadoras puntas de carbón y piedra que apuntaban tenebrosas hacia mi cara. Sentí un gran pánico pensando en un temblor o bien en un pequeño agujerito muy chiquito que dejara entrar un poquito de las toneladas de agua del océano que estaba sobre mi cabeza. Estábamos a siete u ocho kilómetros bajo el mar.

Hemos llegado a un nuevo túnel donde pronto los apuntaladotes afianzarán esta galería que acerca la excavación al muro de la veta. Algunos mineros están el plena faena de sacar el carbón mediante una herramienta con forma de picota, que usada correctamente, desprende los trozos de carbón que son ubicados mediante carretillas de mano en la cinta transportadora que los llevará a la superficie, kilómetros más arriba, para después cargarlos en las vagonetas del ferrocarril eléctrico que termina en la jaula-ascensor para ser llevados a la superficie.

Cuando estábamos en el pique pregunté al capataz cómo desprendían el carbón con la picota. "Esto tiene su maña y su técnica", fue su respuesta. Puso una picota en mi mano y me indicó cómo hacerlo. Arrodillado en el túnel le di tres o cuatro golpes a un trozo de carbón, con tan buena suerte que le arranqué a la mina un buen trozo. Le pregunto al ingeniero si puedo llevarlo a mi casa como recuerdo de mi aventura. Me dice que ése era mi premio por la osadía de llegar al fondo del pique sin ser minero. Con el trozo de carbón como recompensa y equilibrándome en la cinta transportadora llegué hasta donde estaban las vagonetas que nos acercarían al ascensor que no llevaría de regreso al aire libre.

La cinta transportadora del material es una banda de goma muy resistente, como de un metro de ancho que está en constante movimiento y es la que permite que los trozos de carbón lleguen a una especie de subestación ubicada cientos de metros más arriba, donde se van vaciando en las vagonetas del tren eléctrico. Los mineros aprovechan esta cinta para regresar, equilibrándose en ella hasta los vagones desde la profundidad de los piques. Se requiere práctica y equilibrio para hacerlo, ya que la cinta no se detiene y hay que subirse sólo alumbrado con la luz del casco. Yo, muy canchero, traté de subirme antes que mi sobrino por miedo de quedarme solo, al último y a oscuras. Lógicamente me fui de hocico y por suerte mi sobrino me afirmó, de todos modos fui el único que regresó sentado sobre el carbón.

En la explanada más amplia, se llenan las vagonetas con carbón, ahí, junto al material sacado de la mina regresamos en este tren del carbón hasta el vetusto ascensor que nos regresó a la luz del día. Llegamos a las oficinas de la administración, después de las cuatro de la tarde, muy cansados, cubiertos de transpiración e impregnados del polvillo del carbón, el cual me costó varios días poder retirar completamente de mi cuerpo y rostro, debido a que este polvillo sutil e impalpable se adhiere a la cara sudorosa de quienes se atreven a caminar por las galerías de la mina.

Ahora, después de tantos años puedo contar esta historia con mucho sentimiento. Fui al fondo de la mina y regresé para contar esta aventura. El trozo de carbón que le arranqué a la mina, lo puse al lado del televisor, como un verdadero trofeo. Mi idea era ubicarlo en una tabla barnizada para que resaltaran sus vetas y aristas. Por mucho tiempo el carbón permaneció en el living de mi casa y me daba la posibilidad de contar esta historia, para "quebrarme" con mis amigos. Pero nada es eterno y un día de invierno mi señora había hecho un poco de fuego en un pequeño brasero, y no encontró nada mejor que ocupar el trozo de carbón para alimentar las brasas. Cuando la felicité por el agradable calorcito me contó muerta de la risa que todo el mérito era del pedacito de carbón que había traído de Lota.

Desde el pique de una mina hasta el cerro Los Placeres donde yo vivo, este trozo de carbón recorrió muchos kilómetros para proporcionar algunos minutos de calor.

Este relato no habría sido posible sin el entusiasmo, capacidad y conocimientos de mi hijo Nelson, y la paciencia, buena voluntad, además del cariño de Macarena. Gracias a ambos por el esfuerzo y por el trabajo realizado.

Por mi parte, no me queda más que agradecer a la vida, una vez más, por hacerme vivir tantas aventuras y poder recordar este episodio.

¡Magnífico!

Gracias amigo.

Wednesday, August 16, 2006

Año 2005, Quilpué: La Máquina de los Helados

Un día de verano, voy de visita a la casa de mi hijo Ronnie que vive en Quilpué. Estoy con sus tres hijos más pequeños jugando en el dormitorio principal. Es una tarde muy calurosa.

Los niños jugaban y saltaban como locos en la cama. Ya se habían agarrado varias veces peleando por el control remoto del televisor. De pronto mi hijo me dice: “Papá, ¿porqué no te recuestas un rato y aprovechas de ver una película que arrendé ayer? Te va a encantar”. Rápidamente acomoda la cama, trae un par de cojines para mi espalda, coloca un vaso de jugo al alcance de mi mano y les dice a los niños que se estaban acomodando a mi lado: “¡Todos afuera a jugar al patio! La película es para mayores así que no molesten y dejen tranquilo al tata (o sea, yo)”.

Cosa muy extraña, los niños le hacen caso inmediatamente y se van a jugar al jardín. Ponemos la película y mi hijo enchufa una especie de estufa a gas en un rincón. Es un artefacto muy elegante con algunos botones y enteramente cromada. Además tiene unas luces rojas y verdes que destellan suavemente. Me confiesa muy suelto de cuerpo que el artefacto que acaba de enchufar es una máquina para hacer helados, que la compró el día anterior y que ahora la vamos a inaugurar. Va hacia el aparato en cuestión y ajusta un par de botones. Se enciende una luz roja y me pregunta con toda inocencia: “¿Quieres un barquillo de chocolate, frutilla o bocado?” Yo agarro papa al verlo tan serio y le pregunto si es posible que sea de vainilla y chocolate. Me dice: “Lógico, esta máquina está diseñada para hacer cualquier cosa, es lo más moderno que ha salido en esta materia”. Le digo entonces que sea una buena porción. Me contesta: “No te subas por el chorro, la máquina prepara barquillos sólo para gente normal. Ahora la voy a programar para hacer varios barquillos”. Aprieta un botón, se enciende una luz amarilla y el aparato emite un suave y continuo zumbido. Agrega: “La máquina te avisará en un par de minutos que los barquillos están listos, se apagará automáticamente. Si quieres otro barquillo, sólo aprieta este botón blanco”. Termina diciéndome que los barquillos salen en gloria y majestad por una abertura a un costado. Me informa que estará en le patio en la pieza de música con sus hermanos y que no me preocupe.

Estoy en la cama hace mucho rato, he visto casi la mitad de la película y estoy un poco nervioso porque con la maldita máquina no pasa nada, ni siquiera emite sonido alguno. Sigue encendida la luz verde y todo sigue igual. Me levanto y me acerco con cuidado, la examino y la toco para saber si se ha calentado. Lo único caliente soy yo porque tengo mucho calor y la máquina se está demorando lo suyo. Le doy un par de golpecitos con la mano para ver si la maldita máquina se activa. No pasa nada. Le aplico una patada por si acaso. Todo sigue igual, entonces con toda la calentura la retiro de la pared y reviso la parte posterior. Allí una placa metálica se ríe de mí e insulta mi inteligencia. Dice: “Purificador de aire, hecho en China”.

Me doy cuenta de mi inocencia, pero la máquina parecía otra cosa, enteramente cromada, con un elegante panel de control y luces de varios colores. Podría haber esperado una semana o un mes y este artefacto jamás me hubiera dado un helado. Sólo purificaría el ambiente y nada más.

Escucho risas en el patio y hago mi aparición. Apenas me asomo me gritan: “¡Papá, tráeme un barquillo de chocolate! ¡Papá, tráeme un helado de bocado!” Hasta los cabros chicos se ríen y me piden helados. Me subieron al columpio un largo rato.

Gracias “amigo” Ronnie. Han pasado como tres años y todavía cuando voy a tu casa espero que la máquina desgraciada me sirva un barquillo de chocolate y bocado. Sólo le deseo a la maldita máquina que un día cualquiera haga un cortocircuito y quede para siempre arrumbada en un rincón. La culpa no la tiene la máquina, el culpable es el gracioso que la programó.

El Jefe

Tuesday, August 15, 2006

Año 1952, Talcahuano: El Trato

Yo estaba embarcado en el destructor Serrano. Me habían llevado a bordo a la mala, porque la Escuadra necesitaba un goleador para reforzar su selección naval, la que jugaría en todos los puertos como una forma de actividad cívica.

El comandante del destructor me había visto jugar por el Hospital Naval un día que jugamos contra ellos: el buque campeón de la escuadra. Les ganamos 4 a 0, les hice los cuatro goles y me condené.

Esto sucedió un día jueves en la tarde. El viernes en la mañana el Comandante fue al Estado Mayor de la 1ª Zona Naval y arregló mi traslado al destructor. Cerca de las 11.00 hrs. llegó al Hospital Naval a informarle al Director del hospital que me embarcaban en el destructor Serrano y que debía cumplir trasbordo ese mismo día a las 17.00 hrs.

Así fue como llevaba algunos meses embarcado jugando fútbol contra los otros buques de la Escuadra, por la competencia oficial. Por las movidas que hacía el Comandante, el destructor tenía en su dotación a ocho seleccionados de la Escuadra, con lo que conformaba un buen equipo.
Talcahuano: en la tarde se jugará el último partido de la competencia entre el acorzado Latorre y nosotros, el destructor Serrano. Ganarle al acorazado sería lo máximo para el Comandante, sólo habla de eso con los otros oficiales. Cada vez que se cruza conmigo me dice que me cuide y que hay que ganar.

Hace una semana había pedido permiso por un día para ir a Coronel a visitar a un hermano que vive allí. Mi petición fue denegada: los permisos están suspendidos ya que estamos acuartelados. Hay una huelga general en toda la región y la dotación tiene que patrullar la zona con su personal.

Llega la hora del partido. Los oficiales y el comandante nos hacen una arenga, nos piden que hagamos todo nuestro esfuerzo y nos dicen que si ganamos habrá una pequeña recompensa. Se acerca mi Comandante y me dice que le haga mucho empeño para hacer un gol. Yo no sé de dónde se me ocurrió la idea y le digo: “Mi Comandante, Ud. sabe que tengo un hermano que vive en Coronel y no he podido ir a visitarlo. Hagamos un trato: por cada gol que yo haga, Ud. me da un día de permiso. Así puedo ir a ver a mi hermano”. Todos quedan espantados, se produce un silencio sepulcral. Estamos al borde de la cancha y el árbitro toca el pito apurando nuestro ingreso. El Comandante me mira y me dice: “Trato hecho, por cada gol un día de permiso”. Me da la mano y le dice al teniente encargado de deportes: “Ud. se encarga de cumplir mi promesa”.

Entro a la cancha y todos se ríen de mi frescura. Termina el partido y ganamos 3 a 1, hice los tres goles. Ya en el camarín se presentan el Comandante y el teniente con la cara llena de risa para felicitarnos por nuestra victoria. Fiesta en el buque esa noche. A la mañana siguiente se cumple lo prometido: tengo que pasar a buscar mi papeleta por los tres días de permiso. El jefe cumplió lo prometido.

Epílogo:

El Comandante quedó feliz. Salió campeón con su destructor y se llenó de gloria. El teniente encargado de deportes del buque trataba por todos los medios que yo fuera su amigo... debo confesar que siempre me protegió. Se corrió la voz en la tripulación del buque por mi patudez y la forma como había jugado para conseguir los tres goles: ¡Error! Nunca me acordé lo que le había pedido al Comandante mientras jugaba. Pero cada cual cuenta la historia a su manera. Aumentó mi fama, fui a ver y a conocer la familia de mi hermano en Coronel y conseguí lo que quería.

Con pasar de los años, pienso que tal vez abusé de la buena voluntad y calidad humana de quienes eran los oficiales jefes del buque. Pero era muy joven e inexperto. Nunca había estado embarcado, sólo tenía a mi favor mi buena conducta y educación, mi comportamiento y mi entusiasmo por participar en todas las faenas del buque... además de ser un buen jugador de fútbol, claro.

Eso sería todo.

El Jefe

Thursday, August 10, 2006

Año 2002, Viña del Mar: Con la Pillería al Tope

Año 2002, Viña del Mar: Con la Pillería al Tope

Una mañana estoy en mi casa del Cerro Los Placeres descansando tranquilamente, ya que como soy jubilado, me levanto y quedo desocupado. Suena el teléfono en forma insistente, lo que me indica que alguien de mi familia tiene un problema y quiere que se lo solucione. Así es, efectivamente, mi hijo Alejandro me pide auxilio desesperadamente porque en el departamento donde vive en Viña del Mar tiene un problema eléctrico: en la cocina no puede enchufar el tostador y está complicado.
Mi hijo vive en un edificio de departamentos de 10 pisos. Él vive en el octavo, donde sólo hay un depto por piso. El ascensor lo deja frente a la puerta de entrada y al costado hay una escala que lleva a los pisos superiores, la que nunca se usa. Yo no soy eléctrico, mi profesión es “enfermero naval”, pero generalmente tengo que solucionar estos problemas menores, lógicamente todo “costo cero”, ya que jamás me han pagado un peso.

Quedamos de juntarnos a las 15.00 hrs. y llego puntualmente. Usamos una clave para avisar que voy subiendo en el ascensor. Cuando llego al octavo piso y salgo del ascensor me llama poderosamente la atención un paquete que estaba en el suelo frente a la puerta del depto, en una bolsa de supermercado Líder. Era tan ostentosa la bolsa en el suelo que apenas la veo, me abalanzo hacia ella y rápidamente reviso su contenido: ¡Sorpresa! Como si hubiera visto una bolsa de diamantes, miro desesperadamente hacia todos lados con la pillería al tope y rogando que nadie se dé cuenta, coloco la bolsa dentro de mi maletín de herramientas, lo cierro rápidamente y mostrando mi mejor cara de inocencia toco el timbre. Espero con el corazón el la mano, llamo de nuevo, me causa extrañeza la demora en abrir. Pasa otro rato y por fin aparece mi hijo con su mejor sonrisa: “¡Hola amigo! Me demoré porque estaba en el balcón mirando un accidente que hubo en la Avenida España”. Toma el maletín, lo deja en la cocina donde estaba el problema y me dice: “Trabaja solo, yo estoy en el dormitorio viendo una película en la televisión”.

Se va mi hijo al dormitorio y sigilosamente entro al baño. Coloco el seguro y saco el paquete de la bolsa. Ahora cuento a cuánto asciende el botín que encontré en el paquete. Pongo una toalla en el suelo, vacío la bolsa y ¡aparecen más de veinte fajos de billetes de $10.000.- amarrados con vistosos elásticos de colores! Comienzo a contar nerviosamente: hay exactamente cuatro millones cuatrocientos mil pesos. Dejo los billetes en el fondo del maletín para ocultarlos de cualquier mirada indiscreta; pero cambio de idea y pongo las herramientas al fondo dejando encima en forma muy desordenada los fajos de billetes. Lo que yo pretendía, era que al abrir el maletín, se viera de inmediato el botín.

Salgo silenciosamente del baño y dejo el maletín con las herramientas y los billetes en el comedor. Desde la puerta de la cocina le grito a Alejandro: “Estoy trabajando en los enchufes, si necesito alguna cosa te llamo”. Pasan como diez minutos y vuelvo a gritar: “Alejandro, trae el alicate que está en el maletín sobre la mesa del comedor”. Aparece muy circunspecto con el alicate en la mano y me lo da con una sonrisa. Yo pienso para mis adentros que es imposible que haya sacado el alicate y no hubiera visto los billetes. Pasa otro rato y le pido de la misma manera la huincha aisladora que está en el fondo del maletín. Llega de nuevo, me pasa la huincha y me dice: “Abúrrete ¡¿no sería mejor que trajeras el maletín para la cocina?! A cada rato se te antoja algo, ¿no sabes trabajar solo?” Le digo que no lo molestaré más y que vaya a ver la película tranquilo. Pasa otro rato y lo vuelvo a llamar: “¡Amigo! Por última vez, es para que quede más firme el enchufe, trae unos tornillos chicos que están en el fondo del maletín”. Aparece de nuevo con el famoso maletín de las herramientas en la mano y me dice: “No encuentro ningún tornillo, búscalos tú, para eso te contraté”.

Agarro el maletín y lo doy vuelta encima de la mesa. Queda el desparramo de herramientas y billetes… Me grita con cara de loco: “¡Papá! ¿Qué hiciste? ¿De dónde sacaste tanta plata?” Yo, con mucha seriedad y muy suelto de cuerpo le contesto: “Te lo pensaba decir más rato… La encontré en la calle, afuera del edificio, cerca de la esquina. Pensaba que podría regalarte unas cincuenta luquitas”.

Alejandro comienza a reírse y me dice: “¿Vos creís que yo soy gil o que vengo de las chacras? Yo mismo puse estos billetes en la bolsa, son $4.400.000.- Los ubiqué frente a la puerta del ascensor y te estaba mirando por el ojo mágico de la puerta cuando, con cara de loco, fondeaste la bolsa con billetes en tu maletín”. Agregó: “Para tu conocimiento, esa es la plata que me pagó un cliente al cual le vendí un auto esta mañana y que no alcancé a depositar en la caja de fondos de la empresa”.

De una plumada perdí 4 millones cuatrocientos mil pesos que ya estaban en mis manos. Además, quedé como un pillo cualquiera y ni por casualidad me pagaron el trabajo ejecutado en la cocina. A cambio, obtuve esta sabrosa anécdota que ahora, después de tantos años, relato para Uds.

El Jefe

Monday, August 07, 2006

Año 2006, Los Placeres: La Mexicana

Una noche cualquiera estamos cenando en familia con unos amigos en la casa. Escuchamos música y conversamos animadamente. Pasan las horas lentamente y casi sin darnos cuenta ya es medianoche. De repente rompe nuestra tranquilidad el sonido estridente y perturbador del teléfono.

Era la vecina del frente, un saludo alborotado y mi señora que grita: “¡Se están robando las tapas de rueda de un auto!” Afuera en frente de nuestra casa en Los Placeres, estaba estacionado el auto de la polola de mi hijo Alejandro, también estaba estacionado el auto del guatón “Tres Yemas”, amigo de la familia; y mi propio auto. Gritar mi señora y salir despavoridos hacia la calle fue un solo movimiento. En la puerta nos estrellamos el guatón Tres Yemas, mi hijo, mi señora, yo y nuestro perro Bandido.

Alejandro se vuelve gritando: “¡Las llaves del auto para perseguir a esos desgraciados!” Salimos todos, miro hacia la calle y veo a un muchacho correr hacia abajo con unas tapas de rueda en la mano. Sin pensarlo dos veces corro tras él, el guatón Tres Yemas, más práctico, corre hacia su auto para iniciar la persecución. Salgo corriendo y gritando como demente:” ¡Párate hijo de tu madre!” y lo empapelo a garabatos. Mientras lo voy persiguiendo miro hacia atrás y me doy cuenta que en esta persecución voy solo, nadie me siguió, sólo mi señora, metros más atrás y premunida de un elegante plumero, con el cual intenta ayudar. El guatón Tres Yemas se subió a su auto pero no lograba arrancar el motor. Mi hijo Alejandro no encontraba las llaves del suyo. Entonces entra a su pieza y descuelga de la pared un yatagán usado por los mártires de la Guerra del Pacífico que mide como dos metros.

Yo en cambio sigo corriendo y gritando tras el ladrón, quien al escucharme se asusta y regresa hacia mí por la vereda de enfrente exclamando: “perdón caballero, yo no saqué ninguna tapa, un muchacho que se arrancó me las pasó, yo me asusté cuando Ud. me gritó. Yo nunca me he robado nada, se lo juró”. Cruza la calle, me pide perdón otra vez y me entrega las cuatro tapas de ruedas que estaban nuevas.

En ese momento llega como tromba Alejandro, armado con su yatagán en ristre y con cara de enajenado mental, gritando como loco. Se va encima del ladrón y en ese preciso instante hace su aparición el guatón Tres Yemas, quien con un violento frenazo, al mejor estilo Starsky y Hutch, queda detenido con su auto sobre la berma al lado del ladrón, quien recibe un planchazo con el yatagán y un caballazo de Alejandro, que lo tira contra el auto del guatón, cayendo como saco de papas al suelo. Allí aprovechamos de pegarle unas buenas patadas y acordarnos de su mamá y de toda su parentela. El ladrón comienza a llorar y nos pide perdón asegurando no haber robado nada. Se para y trata de arrancar, recibiendo algunas cachetadas y otras patadas. Lo dejamos ir y Alejandro le advierte muy serio increpándolo: “¡Arráncate huevón, antes que te mate con la espada!”.

Con las tapas en la mano, cansados después de haber corrido media cuadra, pero victoriosos por haber atrapado al maleante, regresamos a casa haciendo sabrosos comentarios de lo sucedido. Yo tengo las cuatro tapas de rueda en mis manos y subo a la vereda para entrar a mi casa. Mi hijo Alejandro y el guatón Tres Yemas estacionan el auto y se devuelven caminando por la calle, comentando lo ocurrido.

Por un extraño presentimiento, miro hacia el auto de la polola de Alejandro y me doy cuenta que tiene las cuatro tapas de rueda en su sitio. Les pregunto sorprendido: “¿Cuál tapa se robaron?” Revisamos los autos y efectivamente, no habían sacado ninguna. Entramos a la casa muertos de la risa con cuatro tapas de auto nuevas que no eran nuestras y con el pecado de haberle pegado patadas y puñetes a quien no nos había hecho nada. Esto había sido una “mexicana” de tapas de ruedas.

Después de descansar y reírnos un rato, llegamos a la conclusión que las tapas las habían robado un par de cuadras más arriba y que el ladrón se había equivocado al pensar que eran nuestras. Nosotros también nos equivocamos por no mirar nuestros autos. La siempre atenta vecina que nos avisó por teléfono desde la casa del frente también se equivocó al decir que nos estaban robando. Yo me equivoqué al salir corriendo tras el ladrón sin preocuparme de mirar si Alejandro y el guatón Tres Yemas me seguían. Se equivocó también el perro que en vez de perseguir al ladrón, se metió en su casucha. Se equivocó también mi señora al salir con un plumero como arma mortal, con el cual no asustaba a nadie.

Esta fue una bonita experiencia que demostró mi valentía, mi audacia y mis cojones. Una semana después de este condoro, robaron en el centro de Valparaíso las tapas de rueda traseras del auto de la polola de mi hijo. Recordamos la famosa "mexicana" y aprovechamos de ponerle las tapas que le habíamos quitado al ladrón. Para buena suerte eran iguales a las que tenía el auto y estaban más nuevas.

Al analizar fríamente lo sucedido, llego a la conclusión que el único que nunca perdió la compostura fue mi perro Bandido, que tiene 18 años, por lo tanto es un perro que tiene mucha experiencia. El cuadrúpedo en cuestión sólo se limitó a mirar desde la puerta de calle y después de ladrar dos o tres veces, se metió tranquilamente en su casucha y de ahí nadie lo sacó. Ahora pienso que a lo mejor el perro se dio cuenta que nos estábamos mandando un condoro y con mucha sabiduría prefirió acostarse en su camita y pegar una pestañada tranquilamente.

Moraleja: el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón… si no es huevón.


El Jefe.

Wednesday, August 02, 2006

Año 1956, Tunquén: El Día que Quebré el Travesaño

Fui a pasar unos días de vacaciones a un pueblito cerca de Algarrobo, llamado Yeco. Mi hermano era profesor y hacia clases en una escuela rural de la zona. Me invita un día domingo a ver un partido de fútbol a un fundo cercano llamado Tunquén. Almorzamos en este hermoso valle en casa de sus suegros y después nos fuimos con toda la familia a la cancha que estaba en el centro del fundo. Jugaban San José y Tunquén, un clásico de esta zona campesina. Los patrones y toda la gente fueron a la cancha con sus perros, animales y cabros chicos.

Es natural que antes de comenzar a jugar, cuando los equipos están en los camarines preparándose, muchos niños y guasos comiencen a tirar al arco a un improvisado arquero, que en esta ocasión era un primo de la señora de mi hermano.

Yo estaba mirando al costado de la cancha con blue jeans y zapatillas sin intervenir en nada. Me tiran una pelota porque sabían que yo jugaba en Naval y era seleccionado de Valparaíso. Comienza la gente a aplaudir para que pegue algunos chutes al arco, tiro tres o cuatro veces no muy fuerte y el arquero se luce. Avisan que vienen los jugadores y el árbitro y me piden que tire el ultimo chute ¡minuto fatal! Pongo la pelota a la salida del área, tomo carrera y le pego con todo, con tan mala suerte que le doy medio a medio al travesaño ¡y lo quiebro! Ahí se acabo el partido, nunca pudieron arreglar el arco y tuvieron que regresar todos a su casa.

Pasé a la historia como “el pata de fierro”. El patrón del fundo no lo quería creer, quedaron todos con cuello y nadie pudo jugar ni usar la cancha. Pasaron muchos años y siempre se comentaba el día que quebré el arco y se suspendió el partido.

Disimuladamente y con las manos en los bolsillos, silbando una canción de moda y con cara de inocente, me fui corriendo poco a poco de la cancha y al llegar a la casa, en Yeco, estuve riéndome toda la tarde. Sobretodo al recordar la cara del patrón del fundo.

A la semana siguiente estaba una tarde en Mirasol, un pueblo cercano a Algarrobo, mirando como entrenaba el equipo del fundo en un potrero, con dos montones de huano de vaca por arcos. Me preguntaron los guasos si quería jugar un ratito. Lógicamente jugué y se volvieron locos, comenzaron a presionarme para que reforzara el equipo al día siguiente, porque jugaban el clásico de la zona entre Mirasol y Algarrobo. Mi hermano que también jugaba y era muy malito, avivaba la cueca para conseguir que me quedara a jugar ese partido. Era competencia oficial y no me explico como se las arreglaron para inscribirme y así poder jugar.

Jugamos en el estadio de Algarrobo, empatamos a dos goles, aquí viene la desgracia: me cometieron un penal y los trabajadores del fundo comenzaron a gritar que lo tirara yo. Me acuerdo del día que les quebré el arco, agarro confianza, tomo carrera y le pego a la pelota con todas mis ganas. Todavía la andan buscando. Pasó por encima del travesaño y fue a dar a un estero que había en Casablanca. Por suerte empatamos, pero yo perdí la oportunidad de que Mirasol le ganara a su eterno rival. Regresé a Valparaíso y a los dos días me avisan que había sido asignado seleccionado de Algarrobo, estaba metido en un terrible lío: era seleccionado de Valparaíso, era seleccionado Naval y ahora era seleccionado de Algarrobo.

Ese año se jugaba campeonato nacional amateur en todo el país. Nunca me he podido explicar como la federación de Chile no me castigó, ya que al final termine jugando por la selección Naval, y llegamos hasta la final donde nos eliminó Deportes Calera.

Epílogo

Año 2004: Se muere un familiar en Casablanca, estoy a la entrada del cementerio acompañado de mi hermano, el del famoso día que quebré el arco y me llama poderosamente la atención un señor que no deja de mirarme. Era tanta la insistencia y su afán de acercarse que pregunto asombrado ¿quien es ese huevón que no me saca la vista de encima? Me contesta mi hermano y me dice: “¿no te acuerdas del guatón Fidel?”, era un cabro chico esa vez que quebraste el travesaño, eres su ídolo y quiere venir a saludarte. Lo miro con una sonrisa sobrada y lo llamo. Llega corriendo, se tropieza y casi se va de hocico, se recupera y nos vamos de abrazo. Me mira y como que no cree que soy yo. Se ríe al recordar esa peculiar tarde y me dice que pese a los años aún recuerdan en Tunquén el día que les quebré el arco. El hombre esta emocionado, es un testigo de lo que pasó y está feliz. No pude sacármelo de encima durante todo el funeral, me miraba con admiración, menos mal que después regresé a Valparaíso y del guatón Fidel nunca más se supo.

Hace tiempo me contaron que el patrón del fundo, don Juan, contaba esta historia entre sus amigos. Ocurrió exactamente hace 50 años y el hombre se reía porque un pedazo del travesaño que rompí le cayó en la cabeza a un primo de su señora.

El fútbol me dio muchas alegrías, conocí muchas ciudades y estadios, generalmente me pedían de refuerzo en muchos clubes. Fui capitán por muchos años en Naval y en la selección de Valparaíso. Jamás me expulsaron y tuve la fortuna y la buena suerte de hacer muchos, pero muchos, pero muchos goles.

No fui profesional en el fútbol, pero logré ponerme la camiseta de equipos profesionales como Universidad de Chile, Everton, Wanderers y San Luis, y se mostraron interesados en este humilde goleador, Colo Colo, Audax Italiano, Ferrobádminton y Santiago Morning.

Comencé jugando en el Club Deportivo Los Placeres con 13 años en 1943 y jugué hasta el año 1983.

¡¡¡Rica vida!!!

Este relato se lo dedico a mi querido hijo Alejandro por ser tan buen deportista y por tener un gran corazón.

Año 1955, Villa Alemana: Cuando el Alcalde me Ofreció una Insignia de Oro

Aniversario de Villa Alemana
Festival en el estadio municipal de la cuidad.

La Armada de Chile se presenta con su selección naval de fútbol, campeón de la zona central contra la selección de Villa Alemana. La gran banda de la Armada y una compañía de marinos le dan color a la fiesta, el estadio está lleno.

Termina el partido empatado a dos goles, hago el gol del empate faltando cinco minutos para el pitazo final. En el camarín todo es fiesta y alegría, de repente aparece el comandante en jefe de la Primera Zona y presidente de la Asociación Naval, ingresa al camarín, nos felicita, y nos invita a un almuerzo en su honor porque está de cumpleaños. La fiesta es en la pérgola del Club Naval de Las Salinas. Regresamos a Viña del Mar, entramos al salón y tomamos ubicación en las mesas dispuestas para el almuerzo. Se acerca a mi mesa el capitán Ramirez, con el entrenador y me invitan a salir del salón, el capitán me muestra un discurso hecho a máquina en honor del comandante y me pregunta si soy capaz de leerlo frente de las autoridades, lo que me corresponde pues soy el capitán del equipo, el más educado y uno de los jugadores más importantes. Reviso el discurso y le pregunto al capitán si le puedo agregar algo, me contesta: “afirmativo” y me pasa un lápiz. Me llevan a una oficina y me dicen que tengo 10 minutos para prepararlo. Termino el discurso y se lo presento al entrenador, se ríe y me dice “te las mandaste”. Termina el almuerzo y el locutor oficial anuncia al capitán del equipo don Alejandro Martínez, quien será el encargado de ofrecer la manifestación.

Subo al palco de honor, tomo el micrófono y enfrento a las autoridades. Invitado especial es un ex-alcalde de l zona, quien a su vez es presidente de la Asociación de Básquetbol de Valparaíso. A la pasada, el capitán Ramirez me dice que respire tranquilamente, que lea con calma y que de vez en cuando mire a las autoridades. Ésta fue la primera vez que me tocó dirigir la palabra o leer un discurso. Al original que me pasaron —que tenia una hoja— le agregué otra hija más y les vendí la pomada. Después de los aplausos, se para el comandante, me da la mano y me felicita. El ex-alcalde también me felicita y me pide que lo acompañe a la mesa de honor pues quería hablar conmigo. Cuando les cuento a los muchachos en mi mesa lo que pasaba y la invitación, note algunas risitas burlonas y algunas carrasperas.

Esto fue lo que sucedió, yo no me había dado cuenta que en el vestón de mi terno tenía colocada una insignia de la Asociación de Básquetbol que me habían obsequiado cuando fui seleccionado juvenil de Valparaíso, el año 1948. El ex-alcalde me da un abrazo y tomando la solapa con la insignia, me felicita y le dice al comandante que la Armada tiene que estar orgullosa de tener entre sus filas jugadores de tanta calidad y educación como el capitán del equipo ¡¡Ese era yo!!

En seguida me hace este ofrecimiento: la insignia de mi solapa la cambiará por una insignia de oro como un homenaje de la Asociación de Básquetbol de Valparaíso a un deportista ejemplar, sólo tengo que ir a su oficina después de las 20 horas, cualquier día.

Nunca fui porque me contaron después entre risotadas que el vejete era mariposón. Aquí termina la historia, estuve un buen tiempo en el columpio, pues les conté a los otros jugadores la invitación; perdí una insignia de oro, pero conservé mi honorabilidad. Eso era lo realmente importante.

Año 1951, Valparaíso: El Día que el Buque me Dejó en Tierra

Un día lunes cualquiera, la escuadra zarpa al sur. El destructor Serrano tiene el zarpe programado a las 9:30 horas. Los solteros duermen a bordo y sólo los casados salen franco. La recogida del personal es a las 8:00 hrs. En ese momento se produce un accidente en cubierta y un marinero con una posible fractura es enviado al Hospital Naval. Como enfermero a bordo, me ordenan acompañarlo y velar por su seguridad.

Una ambulancia nos lleva al hospital, yo me encargo de solucionar los trámites de hospitalización. El enfermo queda en emergencia y como ex-enfermero de dicho hospital, comienzo una ronda por todo el recinto saludando a mis antiguos amigos sin darme cuenta que el tiempo pasa y son ya las 9.15 horas. De pronto todos se vuelven locos al acordarse que el buque tiene que zarpar y rápidamente me envían en una ambulancia al muelle Prat.

¡Sorpresa! El buque ya no está en la bahía. Por orden superior la Escuadra zarpó a las 9.00 horas y yo me quedé en tierra. Esto es un problema grave, ya que yo no sé hacia dónde se dirige el buque. Tomando caldo de cabeza y paseándome por el muelle como un turista cualquiera, pero vestido de marino, dejo pasar las horas hasta el medio día. Entonces decido irme para mi casa y no comentar mi problema con nadie. Almuerzo tranquilamente, paso toda la tarde jugando a la pelota y divirtiéndome con mis amigos. Al día siguiente me levanto tarde y como a las 11 AM me coloco el marino y me voy a dar una vuelta al muelle Prat. Estoy allí parado sin saber que hacer, esperando que regrese mi buque, cuando para suerte mía, me encuentro con el guatón González, enfermero del buque madre Araucano, quien una vez me había visto jugar en Quillota por la Universidad de Chile, por lo tanto, yo era su ídolo. El sabe que yo soy enfermero del destructor Serrano y que el buque había zarpado a Talcahuano con destino a San Vicente.

Siempre el Araucano llevaba pasajeros y marinos trasbordados al sur y al guatón González se le ocurre la brillante idea: “¿porqué no entras al buque entre los trasbordados y yo te ubico a la mala en la enfermería del buque?”. Sin pensarlo dos veces le digo: “afirmativo”. El Araucano zarpará al día siguiente a las 8:30 horas y quedamos de juntarnos en el muelle Prat a las 8:00 para subir al motor de régimen que nos llevaría a bordo y así colarme con los pasajeros hasta la enfermería del buque.

Regreso a casa, voy al cine en la tarde y le cuento a mis amigos mi problema: ¡casi se mueren de la impresión! Dejar el buque es una falta gravísima y estaba faltando ya 6 listas sin avisarle a nadie. El día miércoles lleguo al muelle a las 8.00, allí está el guatón González con otros enfermeros del buque, embarcamos en la lancha del Araucano y subimos a bordo, rápida y disimuladamente me llevan a la enfermería, donde estuve 24 horas. Al amanecer del día jueves, el buque llega a Talcahuano, me desembarco sigilosamente y me dirijo a los almacenes del Arsenal Naval, donde diariamente los buques de la escuadra envían a buscar el pan y los víveres. Aquí me entero, para mi asombro, que mi buque, el destructor Serrano está en San Vicente, distante sólo a media hora. A las 10.00 de la mañana, mientras espero a ver qué sucede, pasa un camión de la Armada con marinos, los que comienzan a gritar mi nombre.... ¡como si hubiesen visto un fantasma! el chofer frena aparatosamente y todos saltan a tierra para saludarme y abrazarme, ya que yo era el ídolo del buque, seleccionado y goleador de la Escuadra. El sargento encargado de la maniobra se entusiasma, y decide terminar de aprovisionarse y regresar inmediatamente a San Vicente, donde está fondeado el buque, a media cuadra del muelle.

Entre los integrantes del grupo está el Chino Olivares, que es radiotelegrafista y señalero. Cuando en el buque se dan cuenta que llegaron los víveres el oficial de guardia envía al acto una embarcación al muelle, entonces el Chino Olivares con dos pañuelos comienza a enviar un mensaje al puente de señales del buque, que decía: “¡enfermero Martínez a bordo!” Se corre la voz en el destructor y comienza a salir a cubierta toda la tripulación, en el portalón está la guardia completa más los 4 oficiales, el segundo comandante, el comandante y el perro de abordo.

Se atraca el motor al costado del buque y yo, asustado y muerto de frío, subo atléticamente la escala y enfrento al oficial de guardia. Saludo a la bandera, al portalón y me presento: "enfermero Alejandro Martínez se presenta abordo mi teniente". Me cuadro enérgicamente y llevo mi mano a la gorra en un saludo militar. El teniente no me pesca ni en bajada y me ladra: “¡el comandante te esta esperando en toldilla!”, asombrado miro hacia arriba y veo toda la plana mayor del buque esperando que por lo menos me tiren al agua o me fusilen. Subo la escala hasta la toldilla y me enfrento al comandante, el que se acerca y me saluda como a un amigo: “¿qué tal Martínez? ¿Cómo te sientes?” Me palmotea la espalda y comienza a caminar conmigo, me pregunta si avisé en la primera zona esta situación de haber dejado el buque; me voy de negativa y le cuento mi viaje en el Araucano sin que nadie se diera cuenta de mi presencia a bordo. El comandante me abraza y me dice: “muy bien”, se ríe, “excelente”. Me dice que él tampoco informó a la Escuadra y que estaba muy preocupado, pero ahora que yo estaba ahí todo se solucionaba. Agrega: “me doy cuenta que estás muerto de frío, anda a la enfermería a cambiarte de ropa y a abrigarte, después vas a la cámara de oficiales y pides que te preparen un buen desayuno reforzado, que no te consideren en las patrullas que cubren Huachipato antes de 24 horas. A cuidarse y me alegro que estés de vuelta sin novedad. Acuérdate que este sábado jugamos en el estadio El Morro contra la selección de Talcahuano”. Yo le contesto rápidamente: “no se preocupe mi comandante, vamos a ganar”.

Del accidentado que dejamos en Valparaíso nunca me preguntaron. Los oficiales que estan en cubierta no entienden nada y sólo miran asombrados la actitud familiar del comandante y el desplante y la patudez mía al despedirme con una sonrisa.
De regreso a la cámara de tripulación, soy recibido como un triunfador y después se comenta que el comandante me había pedido disculpas y que lo perdonara por haberme dejado botado en Valparaíso.

-o-

Después de 54 años he tratado de recordar esto que pasó hace tantos años y todavía no comprendo porqué me fui para mi casa después que el buque zarpó. ¿Porqué no me presenté a la 1º Zona para informar lo que me había pasado? ¿Cómo pude embarcarme en el Araucano y navegar 24 horas sin que nadie se diera cuenta? ¿Cómo entré y como salí por la guardia del Araucano? y ¿cómo la suerte me protegió cuando me encontré el camión con los marinos que hicieron una fiesta al verme?


Este relato es un obsequio para mi hijo Nelson, quien se ríe, goza y disfruta de estas etapas de mi vida, que ya estaban en el olvido. Sé que se reirán y quizás algunas cosas no las crean, pero juro por lo más sagrado que esto sucedió realmente. Quienes conocen la disciplina a bordo de un buque de guerra sonreirán y moverán la cabeza sin entender lo que pasó realmente. Algunos de mis amigos marinos dicen que yo era el único “enfermero civil” que navegó en un buque de guerra, que nunca pudieron quitarme mis actitudes de paisano y de cabro chico. Y por eso, por ser un buen futbolista, un buen amigo, fui el regalón del buque, del comandante y de los oficiales. Le doy las gracias a la vida y a Nelson por permitirme recordar estas vivencias.




Valparaíso, 2 de agosto del año de Nuestro Señor 2006

Monday, July 24, 2006

Foto para el perfil