Anecdotario del Jefe

Relatos sabrosos e inverosímiles del Gran Jefe

Monday, August 28, 2006

Año 1976, Matta #16: La Noche del Gato

Esto sucedió hace mucho tiempo, en el año 1976, pero todavía nos reímos al recordar este gracioso e inverosímil episodio. Aquí narro los hechos:

Una noche de otoño, tipo dos de la mañana, me despierta un infernal ruido proveniente del living de mi casa. La persiana que protegía un ventanal que comunica con el patio, era golpeada con fuerza por algo desconocido. Mi señora despierta asustada y sin pensarlo dos veces grita: “¡Ale, un curado entró al living por la ventana del patio!”. Yo salto de la cama medio dormido, en paños menores, sin analizar lo que estaba sucediendo y dando por seguro que el curado en cuestión, estaba en el living golpeando la persiana tratando de salir.

Llego al living asustado y cometo mi primer error: no encender la luz. Veo entre las penumbras un bulto tratando de salir por la ventana, que choca con la persiana. Frente a esta ventana hay ubicado un sillón grande. Veo el bulto saltar un par de veces, chocar con la persiana y caer detrás del sillón. Entonces, recién atino a encender la luz y lo veo en plenitud: un gato negro bastante grande, con cara de loco y que me mira fijamente. Al pasar por la cocina, agarro lo primero que encuentro al alcance de mi mano: un chancho de esos que se usaban para sacar brillo al piso (un fierro rectangular cubierto con una especie de escobillón unido a un palo de escoba de dos metros de largo para tomarlo).

El felino, confundido, trata de arrancar, y asustado pasa entre mis piernas (recuérdese que estaba en paños menores) como a cien kilómetros por hora en dirección a los dormitorios donde mis hijos dormían apaciblemente. Intento pegarle con el chancho y apenas le veo la cola, cuando desaparece en la pieza donde duerme Alejandro, todos gritan asustados, pero más asustado estaba el gato que se mete debajo de la cama que está al rincón. Cuando me asomo a mirarlo, pasa despavorido como un rayo a un centímetro de mi nariz y se mete en el segundo dormitorio. Aquí, en forma imperturbable, duerme mi hijo Italo, a su lado hay un camarote. Todos detrás del gato gritando y este desgraciado se encarama en la litera más alta, donde se calma y me mira como diciendo: “Hasta cuándo me persiguen estos huevones”.

Aquí cometo el segundo error: me las doy de domador de fieras. Me pongo un guante de cuero, me subo a la otra cama y les advierto a los muchachos: “No griten, quédense muy tranquilos”. En seguida trato de tomarlo por el cuello con cuidado y suavidad, pero uno de mis hijos pierde la calma y justo cuando voy a agarrar al gato, le tira un peluche con forma de perro. Yo ya lo tenía casi agarrado cuando se asusta y me clava los dientes en la mano enguantada. Entonces me sale el indio, me vuelvo loco, lo tomo por el cogote con furia asesina y comienzo a ahorcar al desgraciado. A cada rato con más rabia, me suelta la mano y aprovecho para pegarle en la cabeza con un cenicero. Sin aflojar la mano del cogote lo sujeto de las patas traseras y de la cola. En calidad de bulto lo saco hasta la puerta de calle que está abierta de par en par, me voy hacia el poste de luz (que es de concreto), con la intención estrellarlo. Pero en ese momento entra en acción mi ángel bueno, y prefiero cruzar la calle, dirigirme a una quebrada cercana que estaba rodeada de un muro de unos dos metros de alto. Me doy un par de vueltas para agarrar vuelo (técnica adquirida cuando lanzaba el martillo) y lo tiro por encima de la muralla.

Cuando regreso a casa a curarme la mano, escucho un coro que me grita: “¡Guatón, tómate un Armonyl!”. Y a pesar de ser agosto, del gato nunca más se supo.

El Jefe

Tuesday, August 22, 2006

Año 1971, Lota: Viaje al Centro de la Tierra

Hace unos treinta y cinco años fuimos de vacaciones con mi familia a Concepción, a casa de mi sobrino Luis, quien vive en San Pedro. El trabajaba en las oficinas del mineral de Lota, en esa famosa industria del carbón. Era secretario de un joven ingeniero en minas, quien por su actividad debía realizar una inspección al fondo de la mina. Me invitan a que los acompañe en este recorrido, a un nuevo filón que pronto comenzaría a operar. Lota está 33.2 Km al sur de Concepción y se llega por la carretera que bordea el Golfo de Arauco.

El día señalado nos levantamos muy temprano y a las 8.00 hrs. estamos en las oficinas del ingeniero, quien nos da algunas instrucciones. Acto seguido nos lleva a un departamento donde nos entregan unos formularios que hay que leer y firmar antes de bajar a la mina. Dice el documento que nadie se hace responsable en caso de muerte, accidente o cualquier otra eventualidad. Aquí, casi arrugo y regreso a casa. No tenía idea que este viajecito era tan delicado. Entregamos los papeles firmados y nos llevan a otro departamento donde nos entregan un buzo azul cerrado hasta el cuello, botas y un par de guantes. Hay que sacarse toda la ropa y quedarse sólo con dicho buzo y las botas. De allí vamos a la lamparería donde nos proporcionan un casco de minero con una lamparilla en el frente conectada a una batería portátil adosada a la cintura por un fuerte cinturón.

Nos encontramos afuera de las oficinas con otros mineros vestidos igual que nosotros. Todos con sus cascos puestos. Avanzamos hacia una especie de galpón metálico donde se encuentra el ascensor que nos llevará hacia las profundidades. Es una verdadera jaula donde van los mineros, una vagoneta usada para transportar carbón y nosotros, apretados como sardinas.

La bajada es vertical, de unos cincuenta metros. Se cierra la jaula y el ascensor, con ruido de fierros, cadenas y chirridos, baja rápidamente hacia la tenebrosa boca de este pozo. Pasado un rato disminuye la velocidad bruscamente y se detiene a la entrada de una galería mal alumbrada y tapizada por planchas metálicas y rieles que se internan en oscuros pasadizos excavados en la roca. Frente a nosotros se encuentran algunos montones de carbón recién extraído, vagonetas listas para subir el carbón y mucho movimiento; pero nadie habla, estos mineros se "juntan solos”, cada uno con sus problemas. La mina produce una especie de ansiedad y temor que es imposible de explicar.

De la galería bastante alta y amplia, sólo se distingue parte de las vigas de la techumbre cruzada por maderos. Se puede caminar erguido libremente por los costados de la vía. Unos 50 metros adelante, un túnel iluminado y bien revestido en sus paredes, nos indica que ése es el camino hacia el filón que nos espera en las profundidades de la tierra. Nos subimos a un tren eléctrico, (que se encarga de transportar las vagonetas con carbón hasta el ascensor), que llega sólo hasta la mitad de nuestro recorrido hasta el fondo de la mina.

Unos cuantos kilómetros en tren y ahora avanzamos a pie. La luz se hace más tenue y los focos están más separados. El túnel comienza a descender lentamente con una pendiente de unos 15 grados. Ya estamos bajo el océano Pacífico, las paredes de la galería nos permiten ver las cortantes aristas del muro de carbón. La galería poco a poco comienza a estrecharse, y aparecen los puntales de madera que sostienen el techo de la excavación. Ahora sólo podemos avanzar inclinados, el piso de la mina es áspero y la humedad se hace sentir en las paredes y en el ambiente.

Al comenzar el descenso, las paredes laterales permanecen en la oscuridad, sólo una luz muy débil nos indica el camino. Los túneles se bifurcan y los mineros siguen por el que está iluminado. El ingeniero, mi sobrino, dos mineros y yo, seguimos por el otro túnel, el que no está iluminado y por el cual sólo se puede avanzar gracias a la luz que nos proporcionan nuestros cascos con sus pequeños focos.

El ingeniero nos pide que apaguemos nuestras luces y que tratemos de mirarnos las manos: no vemos absolutamente nada, a pesar de sentir las manos frente a los ojos. Esto es lo que los mineros denominan: “la oscuridad del ciego”.

Avanzamos cinco kilómetros bajo el mar. Me doy cuenta que tengo el mayor océano del planeta sobre mi cabeza y pienso: “¿Quién me mandó a venir a este infierno?” Ahora vamos agachados y de repente una pared de roca y carbón nos impide el paso. En su parte inferior hay una cavidad de unos 80 centímetros de diámetro, que la conecta con otra galería más amplia e iluminada. Para llegar a ese lugar, hay que arrastrarse un par de metros. Allí los mineros, en un espacio mucho mayor, conversan y toman su colación tranquilamente.

Al comenzar nuestra caminata por la galería estrecha y sin iluminación, el ingeniero nos hace esta recomendación: “Si por alguna razón se pierden o quedan solos, no entren en pánico, sólo traten de caminar hacia donde viene la tenue corriente de aire. Este flujo de aire debe darnos siempre en la cara, eso indica que vamos hacia donde están los ventiladores, que son inmensos y están ubicados al comienzo de la galería. Si el aire nos pega en la nuca quiere decir que nos vamos alejando de la entrada de la mina”. Inmediatamente me coloco entre el ingeniero y mi sobrino y nadie me sacó de ese lugar, sólo faltó que los tomara de las manos.

Cuando estábamos listos para pasar arrastrándonos por la pequeña abertura, el ingeniero me advierte que no mire hacia arriba y que avance rápido, obviamente esto fue lo primero que se me ocurrió. Di vuelta mi cabeza como pude en ese reducido espacio y la luz de mi foco me mostró la roca desnuda con amenazadoras puntas de carbón y piedra que apuntaban tenebrosas hacia mi cara. Sentí un gran pánico pensando en un temblor o bien en un pequeño agujerito muy chiquito que dejara entrar un poquito de las toneladas de agua del océano que estaba sobre mi cabeza. Estábamos a siete u ocho kilómetros bajo el mar.

Hemos llegado a un nuevo túnel donde pronto los apuntaladotes afianzarán esta galería que acerca la excavación al muro de la veta. Algunos mineros están el plena faena de sacar el carbón mediante una herramienta con forma de picota, que usada correctamente, desprende los trozos de carbón que son ubicados mediante carretillas de mano en la cinta transportadora que los llevará a la superficie, kilómetros más arriba, para después cargarlos en las vagonetas del ferrocarril eléctrico que termina en la jaula-ascensor para ser llevados a la superficie.

Cuando estábamos en el pique pregunté al capataz cómo desprendían el carbón con la picota. "Esto tiene su maña y su técnica", fue su respuesta. Puso una picota en mi mano y me indicó cómo hacerlo. Arrodillado en el túnel le di tres o cuatro golpes a un trozo de carbón, con tan buena suerte que le arranqué a la mina un buen trozo. Le pregunto al ingeniero si puedo llevarlo a mi casa como recuerdo de mi aventura. Me dice que ése era mi premio por la osadía de llegar al fondo del pique sin ser minero. Con el trozo de carbón como recompensa y equilibrándome en la cinta transportadora llegué hasta donde estaban las vagonetas que nos acercarían al ascensor que no llevaría de regreso al aire libre.

La cinta transportadora del material es una banda de goma muy resistente, como de un metro de ancho que está en constante movimiento y es la que permite que los trozos de carbón lleguen a una especie de subestación ubicada cientos de metros más arriba, donde se van vaciando en las vagonetas del tren eléctrico. Los mineros aprovechan esta cinta para regresar, equilibrándose en ella hasta los vagones desde la profundidad de los piques. Se requiere práctica y equilibrio para hacerlo, ya que la cinta no se detiene y hay que subirse sólo alumbrado con la luz del casco. Yo, muy canchero, traté de subirme antes que mi sobrino por miedo de quedarme solo, al último y a oscuras. Lógicamente me fui de hocico y por suerte mi sobrino me afirmó, de todos modos fui el único que regresó sentado sobre el carbón.

En la explanada más amplia, se llenan las vagonetas con carbón, ahí, junto al material sacado de la mina regresamos en este tren del carbón hasta el vetusto ascensor que nos regresó a la luz del día. Llegamos a las oficinas de la administración, después de las cuatro de la tarde, muy cansados, cubiertos de transpiración e impregnados del polvillo del carbón, el cual me costó varios días poder retirar completamente de mi cuerpo y rostro, debido a que este polvillo sutil e impalpable se adhiere a la cara sudorosa de quienes se atreven a caminar por las galerías de la mina.

Ahora, después de tantos años puedo contar esta historia con mucho sentimiento. Fui al fondo de la mina y regresé para contar esta aventura. El trozo de carbón que le arranqué a la mina, lo puse al lado del televisor, como un verdadero trofeo. Mi idea era ubicarlo en una tabla barnizada para que resaltaran sus vetas y aristas. Por mucho tiempo el carbón permaneció en el living de mi casa y me daba la posibilidad de contar esta historia, para "quebrarme" con mis amigos. Pero nada es eterno y un día de invierno mi señora había hecho un poco de fuego en un pequeño brasero, y no encontró nada mejor que ocupar el trozo de carbón para alimentar las brasas. Cuando la felicité por el agradable calorcito me contó muerta de la risa que todo el mérito era del pedacito de carbón que había traído de Lota.

Desde el pique de una mina hasta el cerro Los Placeres donde yo vivo, este trozo de carbón recorrió muchos kilómetros para proporcionar algunos minutos de calor.

Este relato no habría sido posible sin el entusiasmo, capacidad y conocimientos de mi hijo Nelson, y la paciencia, buena voluntad, además del cariño de Macarena. Gracias a ambos por el esfuerzo y por el trabajo realizado.

Por mi parte, no me queda más que agradecer a la vida, una vez más, por hacerme vivir tantas aventuras y poder recordar este episodio.

¡Magnífico!

Gracias amigo.

Wednesday, August 16, 2006

Año 2005, Quilpué: La Máquina de los Helados

Un día de verano, voy de visita a la casa de mi hijo Ronnie que vive en Quilpué. Estoy con sus tres hijos más pequeños jugando en el dormitorio principal. Es una tarde muy calurosa.

Los niños jugaban y saltaban como locos en la cama. Ya se habían agarrado varias veces peleando por el control remoto del televisor. De pronto mi hijo me dice: “Papá, ¿porqué no te recuestas un rato y aprovechas de ver una película que arrendé ayer? Te va a encantar”. Rápidamente acomoda la cama, trae un par de cojines para mi espalda, coloca un vaso de jugo al alcance de mi mano y les dice a los niños que se estaban acomodando a mi lado: “¡Todos afuera a jugar al patio! La película es para mayores así que no molesten y dejen tranquilo al tata (o sea, yo)”.

Cosa muy extraña, los niños le hacen caso inmediatamente y se van a jugar al jardín. Ponemos la película y mi hijo enchufa una especie de estufa a gas en un rincón. Es un artefacto muy elegante con algunos botones y enteramente cromada. Además tiene unas luces rojas y verdes que destellan suavemente. Me confiesa muy suelto de cuerpo que el artefacto que acaba de enchufar es una máquina para hacer helados, que la compró el día anterior y que ahora la vamos a inaugurar. Va hacia el aparato en cuestión y ajusta un par de botones. Se enciende una luz roja y me pregunta con toda inocencia: “¿Quieres un barquillo de chocolate, frutilla o bocado?” Yo agarro papa al verlo tan serio y le pregunto si es posible que sea de vainilla y chocolate. Me dice: “Lógico, esta máquina está diseñada para hacer cualquier cosa, es lo más moderno que ha salido en esta materia”. Le digo entonces que sea una buena porción. Me contesta: “No te subas por el chorro, la máquina prepara barquillos sólo para gente normal. Ahora la voy a programar para hacer varios barquillos”. Aprieta un botón, se enciende una luz amarilla y el aparato emite un suave y continuo zumbido. Agrega: “La máquina te avisará en un par de minutos que los barquillos están listos, se apagará automáticamente. Si quieres otro barquillo, sólo aprieta este botón blanco”. Termina diciéndome que los barquillos salen en gloria y majestad por una abertura a un costado. Me informa que estará en le patio en la pieza de música con sus hermanos y que no me preocupe.

Estoy en la cama hace mucho rato, he visto casi la mitad de la película y estoy un poco nervioso porque con la maldita máquina no pasa nada, ni siquiera emite sonido alguno. Sigue encendida la luz verde y todo sigue igual. Me levanto y me acerco con cuidado, la examino y la toco para saber si se ha calentado. Lo único caliente soy yo porque tengo mucho calor y la máquina se está demorando lo suyo. Le doy un par de golpecitos con la mano para ver si la maldita máquina se activa. No pasa nada. Le aplico una patada por si acaso. Todo sigue igual, entonces con toda la calentura la retiro de la pared y reviso la parte posterior. Allí una placa metálica se ríe de mí e insulta mi inteligencia. Dice: “Purificador de aire, hecho en China”.

Me doy cuenta de mi inocencia, pero la máquina parecía otra cosa, enteramente cromada, con un elegante panel de control y luces de varios colores. Podría haber esperado una semana o un mes y este artefacto jamás me hubiera dado un helado. Sólo purificaría el ambiente y nada más.

Escucho risas en el patio y hago mi aparición. Apenas me asomo me gritan: “¡Papá, tráeme un barquillo de chocolate! ¡Papá, tráeme un helado de bocado!” Hasta los cabros chicos se ríen y me piden helados. Me subieron al columpio un largo rato.

Gracias “amigo” Ronnie. Han pasado como tres años y todavía cuando voy a tu casa espero que la máquina desgraciada me sirva un barquillo de chocolate y bocado. Sólo le deseo a la maldita máquina que un día cualquiera haga un cortocircuito y quede para siempre arrumbada en un rincón. La culpa no la tiene la máquina, el culpable es el gracioso que la programó.

El Jefe

Tuesday, August 15, 2006

Año 1952, Talcahuano: El Trato

Yo estaba embarcado en el destructor Serrano. Me habían llevado a bordo a la mala, porque la Escuadra necesitaba un goleador para reforzar su selección naval, la que jugaría en todos los puertos como una forma de actividad cívica.

El comandante del destructor me había visto jugar por el Hospital Naval un día que jugamos contra ellos: el buque campeón de la escuadra. Les ganamos 4 a 0, les hice los cuatro goles y me condené.

Esto sucedió un día jueves en la tarde. El viernes en la mañana el Comandante fue al Estado Mayor de la 1ª Zona Naval y arregló mi traslado al destructor. Cerca de las 11.00 hrs. llegó al Hospital Naval a informarle al Director del hospital que me embarcaban en el destructor Serrano y que debía cumplir trasbordo ese mismo día a las 17.00 hrs.

Así fue como llevaba algunos meses embarcado jugando fútbol contra los otros buques de la Escuadra, por la competencia oficial. Por las movidas que hacía el Comandante, el destructor tenía en su dotación a ocho seleccionados de la Escuadra, con lo que conformaba un buen equipo.
Talcahuano: en la tarde se jugará el último partido de la competencia entre el acorzado Latorre y nosotros, el destructor Serrano. Ganarle al acorazado sería lo máximo para el Comandante, sólo habla de eso con los otros oficiales. Cada vez que se cruza conmigo me dice que me cuide y que hay que ganar.

Hace una semana había pedido permiso por un día para ir a Coronel a visitar a un hermano que vive allí. Mi petición fue denegada: los permisos están suspendidos ya que estamos acuartelados. Hay una huelga general en toda la región y la dotación tiene que patrullar la zona con su personal.

Llega la hora del partido. Los oficiales y el comandante nos hacen una arenga, nos piden que hagamos todo nuestro esfuerzo y nos dicen que si ganamos habrá una pequeña recompensa. Se acerca mi Comandante y me dice que le haga mucho empeño para hacer un gol. Yo no sé de dónde se me ocurrió la idea y le digo: “Mi Comandante, Ud. sabe que tengo un hermano que vive en Coronel y no he podido ir a visitarlo. Hagamos un trato: por cada gol que yo haga, Ud. me da un día de permiso. Así puedo ir a ver a mi hermano”. Todos quedan espantados, se produce un silencio sepulcral. Estamos al borde de la cancha y el árbitro toca el pito apurando nuestro ingreso. El Comandante me mira y me dice: “Trato hecho, por cada gol un día de permiso”. Me da la mano y le dice al teniente encargado de deportes: “Ud. se encarga de cumplir mi promesa”.

Entro a la cancha y todos se ríen de mi frescura. Termina el partido y ganamos 3 a 1, hice los tres goles. Ya en el camarín se presentan el Comandante y el teniente con la cara llena de risa para felicitarnos por nuestra victoria. Fiesta en el buque esa noche. A la mañana siguiente se cumple lo prometido: tengo que pasar a buscar mi papeleta por los tres días de permiso. El jefe cumplió lo prometido.

Epílogo:

El Comandante quedó feliz. Salió campeón con su destructor y se llenó de gloria. El teniente encargado de deportes del buque trataba por todos los medios que yo fuera su amigo... debo confesar que siempre me protegió. Se corrió la voz en la tripulación del buque por mi patudez y la forma como había jugado para conseguir los tres goles: ¡Error! Nunca me acordé lo que le había pedido al Comandante mientras jugaba. Pero cada cual cuenta la historia a su manera. Aumentó mi fama, fui a ver y a conocer la familia de mi hermano en Coronel y conseguí lo que quería.

Con pasar de los años, pienso que tal vez abusé de la buena voluntad y calidad humana de quienes eran los oficiales jefes del buque. Pero era muy joven e inexperto. Nunca había estado embarcado, sólo tenía a mi favor mi buena conducta y educación, mi comportamiento y mi entusiasmo por participar en todas las faenas del buque... además de ser un buen jugador de fútbol, claro.

Eso sería todo.

El Jefe

Thursday, August 10, 2006

Año 2002, Viña del Mar: Con la Pillería al Tope

Año 2002, Viña del Mar: Con la Pillería al Tope

Una mañana estoy en mi casa del Cerro Los Placeres descansando tranquilamente, ya que como soy jubilado, me levanto y quedo desocupado. Suena el teléfono en forma insistente, lo que me indica que alguien de mi familia tiene un problema y quiere que se lo solucione. Así es, efectivamente, mi hijo Alejandro me pide auxilio desesperadamente porque en el departamento donde vive en Viña del Mar tiene un problema eléctrico: en la cocina no puede enchufar el tostador y está complicado.
Mi hijo vive en un edificio de departamentos de 10 pisos. Él vive en el octavo, donde sólo hay un depto por piso. El ascensor lo deja frente a la puerta de entrada y al costado hay una escala que lleva a los pisos superiores, la que nunca se usa. Yo no soy eléctrico, mi profesión es “enfermero naval”, pero generalmente tengo que solucionar estos problemas menores, lógicamente todo “costo cero”, ya que jamás me han pagado un peso.

Quedamos de juntarnos a las 15.00 hrs. y llego puntualmente. Usamos una clave para avisar que voy subiendo en el ascensor. Cuando llego al octavo piso y salgo del ascensor me llama poderosamente la atención un paquete que estaba en el suelo frente a la puerta del depto, en una bolsa de supermercado Líder. Era tan ostentosa la bolsa en el suelo que apenas la veo, me abalanzo hacia ella y rápidamente reviso su contenido: ¡Sorpresa! Como si hubiera visto una bolsa de diamantes, miro desesperadamente hacia todos lados con la pillería al tope y rogando que nadie se dé cuenta, coloco la bolsa dentro de mi maletín de herramientas, lo cierro rápidamente y mostrando mi mejor cara de inocencia toco el timbre. Espero con el corazón el la mano, llamo de nuevo, me causa extrañeza la demora en abrir. Pasa otro rato y por fin aparece mi hijo con su mejor sonrisa: “¡Hola amigo! Me demoré porque estaba en el balcón mirando un accidente que hubo en la Avenida España”. Toma el maletín, lo deja en la cocina donde estaba el problema y me dice: “Trabaja solo, yo estoy en el dormitorio viendo una película en la televisión”.

Se va mi hijo al dormitorio y sigilosamente entro al baño. Coloco el seguro y saco el paquete de la bolsa. Ahora cuento a cuánto asciende el botín que encontré en el paquete. Pongo una toalla en el suelo, vacío la bolsa y ¡aparecen más de veinte fajos de billetes de $10.000.- amarrados con vistosos elásticos de colores! Comienzo a contar nerviosamente: hay exactamente cuatro millones cuatrocientos mil pesos. Dejo los billetes en el fondo del maletín para ocultarlos de cualquier mirada indiscreta; pero cambio de idea y pongo las herramientas al fondo dejando encima en forma muy desordenada los fajos de billetes. Lo que yo pretendía, era que al abrir el maletín, se viera de inmediato el botín.

Salgo silenciosamente del baño y dejo el maletín con las herramientas y los billetes en el comedor. Desde la puerta de la cocina le grito a Alejandro: “Estoy trabajando en los enchufes, si necesito alguna cosa te llamo”. Pasan como diez minutos y vuelvo a gritar: “Alejandro, trae el alicate que está en el maletín sobre la mesa del comedor”. Aparece muy circunspecto con el alicate en la mano y me lo da con una sonrisa. Yo pienso para mis adentros que es imposible que haya sacado el alicate y no hubiera visto los billetes. Pasa otro rato y le pido de la misma manera la huincha aisladora que está en el fondo del maletín. Llega de nuevo, me pasa la huincha y me dice: “Abúrrete ¡¿no sería mejor que trajeras el maletín para la cocina?! A cada rato se te antoja algo, ¿no sabes trabajar solo?” Le digo que no lo molestaré más y que vaya a ver la película tranquilo. Pasa otro rato y lo vuelvo a llamar: “¡Amigo! Por última vez, es para que quede más firme el enchufe, trae unos tornillos chicos que están en el fondo del maletín”. Aparece de nuevo con el famoso maletín de las herramientas en la mano y me dice: “No encuentro ningún tornillo, búscalos tú, para eso te contraté”.

Agarro el maletín y lo doy vuelta encima de la mesa. Queda el desparramo de herramientas y billetes… Me grita con cara de loco: “¡Papá! ¿Qué hiciste? ¿De dónde sacaste tanta plata?” Yo, con mucha seriedad y muy suelto de cuerpo le contesto: “Te lo pensaba decir más rato… La encontré en la calle, afuera del edificio, cerca de la esquina. Pensaba que podría regalarte unas cincuenta luquitas”.

Alejandro comienza a reírse y me dice: “¿Vos creís que yo soy gil o que vengo de las chacras? Yo mismo puse estos billetes en la bolsa, son $4.400.000.- Los ubiqué frente a la puerta del ascensor y te estaba mirando por el ojo mágico de la puerta cuando, con cara de loco, fondeaste la bolsa con billetes en tu maletín”. Agregó: “Para tu conocimiento, esa es la plata que me pagó un cliente al cual le vendí un auto esta mañana y que no alcancé a depositar en la caja de fondos de la empresa”.

De una plumada perdí 4 millones cuatrocientos mil pesos que ya estaban en mis manos. Además, quedé como un pillo cualquiera y ni por casualidad me pagaron el trabajo ejecutado en la cocina. A cambio, obtuve esta sabrosa anécdota que ahora, después de tantos años, relato para Uds.

El Jefe

Monday, August 07, 2006

Año 2006, Los Placeres: La Mexicana

Una noche cualquiera estamos cenando en familia con unos amigos en la casa. Escuchamos música y conversamos animadamente. Pasan las horas lentamente y casi sin darnos cuenta ya es medianoche. De repente rompe nuestra tranquilidad el sonido estridente y perturbador del teléfono.

Era la vecina del frente, un saludo alborotado y mi señora que grita: “¡Se están robando las tapas de rueda de un auto!” Afuera en frente de nuestra casa en Los Placeres, estaba estacionado el auto de la polola de mi hijo Alejandro, también estaba estacionado el auto del guatón “Tres Yemas”, amigo de la familia; y mi propio auto. Gritar mi señora y salir despavoridos hacia la calle fue un solo movimiento. En la puerta nos estrellamos el guatón Tres Yemas, mi hijo, mi señora, yo y nuestro perro Bandido.

Alejandro se vuelve gritando: “¡Las llaves del auto para perseguir a esos desgraciados!” Salimos todos, miro hacia la calle y veo a un muchacho correr hacia abajo con unas tapas de rueda en la mano. Sin pensarlo dos veces corro tras él, el guatón Tres Yemas, más práctico, corre hacia su auto para iniciar la persecución. Salgo corriendo y gritando como demente:” ¡Párate hijo de tu madre!” y lo empapelo a garabatos. Mientras lo voy persiguiendo miro hacia atrás y me doy cuenta que en esta persecución voy solo, nadie me siguió, sólo mi señora, metros más atrás y premunida de un elegante plumero, con el cual intenta ayudar. El guatón Tres Yemas se subió a su auto pero no lograba arrancar el motor. Mi hijo Alejandro no encontraba las llaves del suyo. Entonces entra a su pieza y descuelga de la pared un yatagán usado por los mártires de la Guerra del Pacífico que mide como dos metros.

Yo en cambio sigo corriendo y gritando tras el ladrón, quien al escucharme se asusta y regresa hacia mí por la vereda de enfrente exclamando: “perdón caballero, yo no saqué ninguna tapa, un muchacho que se arrancó me las pasó, yo me asusté cuando Ud. me gritó. Yo nunca me he robado nada, se lo juró”. Cruza la calle, me pide perdón otra vez y me entrega las cuatro tapas de ruedas que estaban nuevas.

En ese momento llega como tromba Alejandro, armado con su yatagán en ristre y con cara de enajenado mental, gritando como loco. Se va encima del ladrón y en ese preciso instante hace su aparición el guatón Tres Yemas, quien con un violento frenazo, al mejor estilo Starsky y Hutch, queda detenido con su auto sobre la berma al lado del ladrón, quien recibe un planchazo con el yatagán y un caballazo de Alejandro, que lo tira contra el auto del guatón, cayendo como saco de papas al suelo. Allí aprovechamos de pegarle unas buenas patadas y acordarnos de su mamá y de toda su parentela. El ladrón comienza a llorar y nos pide perdón asegurando no haber robado nada. Se para y trata de arrancar, recibiendo algunas cachetadas y otras patadas. Lo dejamos ir y Alejandro le advierte muy serio increpándolo: “¡Arráncate huevón, antes que te mate con la espada!”.

Con las tapas en la mano, cansados después de haber corrido media cuadra, pero victoriosos por haber atrapado al maleante, regresamos a casa haciendo sabrosos comentarios de lo sucedido. Yo tengo las cuatro tapas de rueda en mis manos y subo a la vereda para entrar a mi casa. Mi hijo Alejandro y el guatón Tres Yemas estacionan el auto y se devuelven caminando por la calle, comentando lo ocurrido.

Por un extraño presentimiento, miro hacia el auto de la polola de Alejandro y me doy cuenta que tiene las cuatro tapas de rueda en su sitio. Les pregunto sorprendido: “¿Cuál tapa se robaron?” Revisamos los autos y efectivamente, no habían sacado ninguna. Entramos a la casa muertos de la risa con cuatro tapas de auto nuevas que no eran nuestras y con el pecado de haberle pegado patadas y puñetes a quien no nos había hecho nada. Esto había sido una “mexicana” de tapas de ruedas.

Después de descansar y reírnos un rato, llegamos a la conclusión que las tapas las habían robado un par de cuadras más arriba y que el ladrón se había equivocado al pensar que eran nuestras. Nosotros también nos equivocamos por no mirar nuestros autos. La siempre atenta vecina que nos avisó por teléfono desde la casa del frente también se equivocó al decir que nos estaban robando. Yo me equivoqué al salir corriendo tras el ladrón sin preocuparme de mirar si Alejandro y el guatón Tres Yemas me seguían. Se equivocó también el perro que en vez de perseguir al ladrón, se metió en su casucha. Se equivocó también mi señora al salir con un plumero como arma mortal, con el cual no asustaba a nadie.

Esta fue una bonita experiencia que demostró mi valentía, mi audacia y mis cojones. Una semana después de este condoro, robaron en el centro de Valparaíso las tapas de rueda traseras del auto de la polola de mi hijo. Recordamos la famosa "mexicana" y aprovechamos de ponerle las tapas que le habíamos quitado al ladrón. Para buena suerte eran iguales a las que tenía el auto y estaban más nuevas.

Al analizar fríamente lo sucedido, llego a la conclusión que el único que nunca perdió la compostura fue mi perro Bandido, que tiene 18 años, por lo tanto es un perro que tiene mucha experiencia. El cuadrúpedo en cuestión sólo se limitó a mirar desde la puerta de calle y después de ladrar dos o tres veces, se metió tranquilamente en su casucha y de ahí nadie lo sacó. Ahora pienso que a lo mejor el perro se dio cuenta que nos estábamos mandando un condoro y con mucha sabiduría prefirió acostarse en su camita y pegar una pestañada tranquilamente.

Moraleja: el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón… si no es huevón.


El Jefe.

Wednesday, August 02, 2006

Año 1956, Tunquén: El Día que Quebré el Travesaño

Fui a pasar unos días de vacaciones a un pueblito cerca de Algarrobo, llamado Yeco. Mi hermano era profesor y hacia clases en una escuela rural de la zona. Me invita un día domingo a ver un partido de fútbol a un fundo cercano llamado Tunquén. Almorzamos en este hermoso valle en casa de sus suegros y después nos fuimos con toda la familia a la cancha que estaba en el centro del fundo. Jugaban San José y Tunquén, un clásico de esta zona campesina. Los patrones y toda la gente fueron a la cancha con sus perros, animales y cabros chicos.

Es natural que antes de comenzar a jugar, cuando los equipos están en los camarines preparándose, muchos niños y guasos comiencen a tirar al arco a un improvisado arquero, que en esta ocasión era un primo de la señora de mi hermano.

Yo estaba mirando al costado de la cancha con blue jeans y zapatillas sin intervenir en nada. Me tiran una pelota porque sabían que yo jugaba en Naval y era seleccionado de Valparaíso. Comienza la gente a aplaudir para que pegue algunos chutes al arco, tiro tres o cuatro veces no muy fuerte y el arquero se luce. Avisan que vienen los jugadores y el árbitro y me piden que tire el ultimo chute ¡minuto fatal! Pongo la pelota a la salida del área, tomo carrera y le pego con todo, con tan mala suerte que le doy medio a medio al travesaño ¡y lo quiebro! Ahí se acabo el partido, nunca pudieron arreglar el arco y tuvieron que regresar todos a su casa.

Pasé a la historia como “el pata de fierro”. El patrón del fundo no lo quería creer, quedaron todos con cuello y nadie pudo jugar ni usar la cancha. Pasaron muchos años y siempre se comentaba el día que quebré el arco y se suspendió el partido.

Disimuladamente y con las manos en los bolsillos, silbando una canción de moda y con cara de inocente, me fui corriendo poco a poco de la cancha y al llegar a la casa, en Yeco, estuve riéndome toda la tarde. Sobretodo al recordar la cara del patrón del fundo.

A la semana siguiente estaba una tarde en Mirasol, un pueblo cercano a Algarrobo, mirando como entrenaba el equipo del fundo en un potrero, con dos montones de huano de vaca por arcos. Me preguntaron los guasos si quería jugar un ratito. Lógicamente jugué y se volvieron locos, comenzaron a presionarme para que reforzara el equipo al día siguiente, porque jugaban el clásico de la zona entre Mirasol y Algarrobo. Mi hermano que también jugaba y era muy malito, avivaba la cueca para conseguir que me quedara a jugar ese partido. Era competencia oficial y no me explico como se las arreglaron para inscribirme y así poder jugar.

Jugamos en el estadio de Algarrobo, empatamos a dos goles, aquí viene la desgracia: me cometieron un penal y los trabajadores del fundo comenzaron a gritar que lo tirara yo. Me acuerdo del día que les quebré el arco, agarro confianza, tomo carrera y le pego a la pelota con todas mis ganas. Todavía la andan buscando. Pasó por encima del travesaño y fue a dar a un estero que había en Casablanca. Por suerte empatamos, pero yo perdí la oportunidad de que Mirasol le ganara a su eterno rival. Regresé a Valparaíso y a los dos días me avisan que había sido asignado seleccionado de Algarrobo, estaba metido en un terrible lío: era seleccionado de Valparaíso, era seleccionado Naval y ahora era seleccionado de Algarrobo.

Ese año se jugaba campeonato nacional amateur en todo el país. Nunca me he podido explicar como la federación de Chile no me castigó, ya que al final termine jugando por la selección Naval, y llegamos hasta la final donde nos eliminó Deportes Calera.

Epílogo

Año 2004: Se muere un familiar en Casablanca, estoy a la entrada del cementerio acompañado de mi hermano, el del famoso día que quebré el arco y me llama poderosamente la atención un señor que no deja de mirarme. Era tanta la insistencia y su afán de acercarse que pregunto asombrado ¿quien es ese huevón que no me saca la vista de encima? Me contesta mi hermano y me dice: “¿no te acuerdas del guatón Fidel?”, era un cabro chico esa vez que quebraste el travesaño, eres su ídolo y quiere venir a saludarte. Lo miro con una sonrisa sobrada y lo llamo. Llega corriendo, se tropieza y casi se va de hocico, se recupera y nos vamos de abrazo. Me mira y como que no cree que soy yo. Se ríe al recordar esa peculiar tarde y me dice que pese a los años aún recuerdan en Tunquén el día que les quebré el arco. El hombre esta emocionado, es un testigo de lo que pasó y está feliz. No pude sacármelo de encima durante todo el funeral, me miraba con admiración, menos mal que después regresé a Valparaíso y del guatón Fidel nunca más se supo.

Hace tiempo me contaron que el patrón del fundo, don Juan, contaba esta historia entre sus amigos. Ocurrió exactamente hace 50 años y el hombre se reía porque un pedazo del travesaño que rompí le cayó en la cabeza a un primo de su señora.

El fútbol me dio muchas alegrías, conocí muchas ciudades y estadios, generalmente me pedían de refuerzo en muchos clubes. Fui capitán por muchos años en Naval y en la selección de Valparaíso. Jamás me expulsaron y tuve la fortuna y la buena suerte de hacer muchos, pero muchos, pero muchos goles.

No fui profesional en el fútbol, pero logré ponerme la camiseta de equipos profesionales como Universidad de Chile, Everton, Wanderers y San Luis, y se mostraron interesados en este humilde goleador, Colo Colo, Audax Italiano, Ferrobádminton y Santiago Morning.

Comencé jugando en el Club Deportivo Los Placeres con 13 años en 1943 y jugué hasta el año 1983.

¡¡¡Rica vida!!!

Este relato se lo dedico a mi querido hijo Alejandro por ser tan buen deportista y por tener un gran corazón.

Año 1955, Villa Alemana: Cuando el Alcalde me Ofreció una Insignia de Oro

Aniversario de Villa Alemana
Festival en el estadio municipal de la cuidad.

La Armada de Chile se presenta con su selección naval de fútbol, campeón de la zona central contra la selección de Villa Alemana. La gran banda de la Armada y una compañía de marinos le dan color a la fiesta, el estadio está lleno.

Termina el partido empatado a dos goles, hago el gol del empate faltando cinco minutos para el pitazo final. En el camarín todo es fiesta y alegría, de repente aparece el comandante en jefe de la Primera Zona y presidente de la Asociación Naval, ingresa al camarín, nos felicita, y nos invita a un almuerzo en su honor porque está de cumpleaños. La fiesta es en la pérgola del Club Naval de Las Salinas. Regresamos a Viña del Mar, entramos al salón y tomamos ubicación en las mesas dispuestas para el almuerzo. Se acerca a mi mesa el capitán Ramirez, con el entrenador y me invitan a salir del salón, el capitán me muestra un discurso hecho a máquina en honor del comandante y me pregunta si soy capaz de leerlo frente de las autoridades, lo que me corresponde pues soy el capitán del equipo, el más educado y uno de los jugadores más importantes. Reviso el discurso y le pregunto al capitán si le puedo agregar algo, me contesta: “afirmativo” y me pasa un lápiz. Me llevan a una oficina y me dicen que tengo 10 minutos para prepararlo. Termino el discurso y se lo presento al entrenador, se ríe y me dice “te las mandaste”. Termina el almuerzo y el locutor oficial anuncia al capitán del equipo don Alejandro Martínez, quien será el encargado de ofrecer la manifestación.

Subo al palco de honor, tomo el micrófono y enfrento a las autoridades. Invitado especial es un ex-alcalde de l zona, quien a su vez es presidente de la Asociación de Básquetbol de Valparaíso. A la pasada, el capitán Ramirez me dice que respire tranquilamente, que lea con calma y que de vez en cuando mire a las autoridades. Ésta fue la primera vez que me tocó dirigir la palabra o leer un discurso. Al original que me pasaron —que tenia una hoja— le agregué otra hija más y les vendí la pomada. Después de los aplausos, se para el comandante, me da la mano y me felicita. El ex-alcalde también me felicita y me pide que lo acompañe a la mesa de honor pues quería hablar conmigo. Cuando les cuento a los muchachos en mi mesa lo que pasaba y la invitación, note algunas risitas burlonas y algunas carrasperas.

Esto fue lo que sucedió, yo no me había dado cuenta que en el vestón de mi terno tenía colocada una insignia de la Asociación de Básquetbol que me habían obsequiado cuando fui seleccionado juvenil de Valparaíso, el año 1948. El ex-alcalde me da un abrazo y tomando la solapa con la insignia, me felicita y le dice al comandante que la Armada tiene que estar orgullosa de tener entre sus filas jugadores de tanta calidad y educación como el capitán del equipo ¡¡Ese era yo!!

En seguida me hace este ofrecimiento: la insignia de mi solapa la cambiará por una insignia de oro como un homenaje de la Asociación de Básquetbol de Valparaíso a un deportista ejemplar, sólo tengo que ir a su oficina después de las 20 horas, cualquier día.

Nunca fui porque me contaron después entre risotadas que el vejete era mariposón. Aquí termina la historia, estuve un buen tiempo en el columpio, pues les conté a los otros jugadores la invitación; perdí una insignia de oro, pero conservé mi honorabilidad. Eso era lo realmente importante.

Año 1951, Valparaíso: El Día que el Buque me Dejó en Tierra

Un día lunes cualquiera, la escuadra zarpa al sur. El destructor Serrano tiene el zarpe programado a las 9:30 horas. Los solteros duermen a bordo y sólo los casados salen franco. La recogida del personal es a las 8:00 hrs. En ese momento se produce un accidente en cubierta y un marinero con una posible fractura es enviado al Hospital Naval. Como enfermero a bordo, me ordenan acompañarlo y velar por su seguridad.

Una ambulancia nos lleva al hospital, yo me encargo de solucionar los trámites de hospitalización. El enfermo queda en emergencia y como ex-enfermero de dicho hospital, comienzo una ronda por todo el recinto saludando a mis antiguos amigos sin darme cuenta que el tiempo pasa y son ya las 9.15 horas. De pronto todos se vuelven locos al acordarse que el buque tiene que zarpar y rápidamente me envían en una ambulancia al muelle Prat.

¡Sorpresa! El buque ya no está en la bahía. Por orden superior la Escuadra zarpó a las 9.00 horas y yo me quedé en tierra. Esto es un problema grave, ya que yo no sé hacia dónde se dirige el buque. Tomando caldo de cabeza y paseándome por el muelle como un turista cualquiera, pero vestido de marino, dejo pasar las horas hasta el medio día. Entonces decido irme para mi casa y no comentar mi problema con nadie. Almuerzo tranquilamente, paso toda la tarde jugando a la pelota y divirtiéndome con mis amigos. Al día siguiente me levanto tarde y como a las 11 AM me coloco el marino y me voy a dar una vuelta al muelle Prat. Estoy allí parado sin saber que hacer, esperando que regrese mi buque, cuando para suerte mía, me encuentro con el guatón González, enfermero del buque madre Araucano, quien una vez me había visto jugar en Quillota por la Universidad de Chile, por lo tanto, yo era su ídolo. El sabe que yo soy enfermero del destructor Serrano y que el buque había zarpado a Talcahuano con destino a San Vicente.

Siempre el Araucano llevaba pasajeros y marinos trasbordados al sur y al guatón González se le ocurre la brillante idea: “¿porqué no entras al buque entre los trasbordados y yo te ubico a la mala en la enfermería del buque?”. Sin pensarlo dos veces le digo: “afirmativo”. El Araucano zarpará al día siguiente a las 8:30 horas y quedamos de juntarnos en el muelle Prat a las 8:00 para subir al motor de régimen que nos llevaría a bordo y así colarme con los pasajeros hasta la enfermería del buque.

Regreso a casa, voy al cine en la tarde y le cuento a mis amigos mi problema: ¡casi se mueren de la impresión! Dejar el buque es una falta gravísima y estaba faltando ya 6 listas sin avisarle a nadie. El día miércoles lleguo al muelle a las 8.00, allí está el guatón González con otros enfermeros del buque, embarcamos en la lancha del Araucano y subimos a bordo, rápida y disimuladamente me llevan a la enfermería, donde estuve 24 horas. Al amanecer del día jueves, el buque llega a Talcahuano, me desembarco sigilosamente y me dirijo a los almacenes del Arsenal Naval, donde diariamente los buques de la escuadra envían a buscar el pan y los víveres. Aquí me entero, para mi asombro, que mi buque, el destructor Serrano está en San Vicente, distante sólo a media hora. A las 10.00 de la mañana, mientras espero a ver qué sucede, pasa un camión de la Armada con marinos, los que comienzan a gritar mi nombre.... ¡como si hubiesen visto un fantasma! el chofer frena aparatosamente y todos saltan a tierra para saludarme y abrazarme, ya que yo era el ídolo del buque, seleccionado y goleador de la Escuadra. El sargento encargado de la maniobra se entusiasma, y decide terminar de aprovisionarse y regresar inmediatamente a San Vicente, donde está fondeado el buque, a media cuadra del muelle.

Entre los integrantes del grupo está el Chino Olivares, que es radiotelegrafista y señalero. Cuando en el buque se dan cuenta que llegaron los víveres el oficial de guardia envía al acto una embarcación al muelle, entonces el Chino Olivares con dos pañuelos comienza a enviar un mensaje al puente de señales del buque, que decía: “¡enfermero Martínez a bordo!” Se corre la voz en el destructor y comienza a salir a cubierta toda la tripulación, en el portalón está la guardia completa más los 4 oficiales, el segundo comandante, el comandante y el perro de abordo.

Se atraca el motor al costado del buque y yo, asustado y muerto de frío, subo atléticamente la escala y enfrento al oficial de guardia. Saludo a la bandera, al portalón y me presento: "enfermero Alejandro Martínez se presenta abordo mi teniente". Me cuadro enérgicamente y llevo mi mano a la gorra en un saludo militar. El teniente no me pesca ni en bajada y me ladra: “¡el comandante te esta esperando en toldilla!”, asombrado miro hacia arriba y veo toda la plana mayor del buque esperando que por lo menos me tiren al agua o me fusilen. Subo la escala hasta la toldilla y me enfrento al comandante, el que se acerca y me saluda como a un amigo: “¿qué tal Martínez? ¿Cómo te sientes?” Me palmotea la espalda y comienza a caminar conmigo, me pregunta si avisé en la primera zona esta situación de haber dejado el buque; me voy de negativa y le cuento mi viaje en el Araucano sin que nadie se diera cuenta de mi presencia a bordo. El comandante me abraza y me dice: “muy bien”, se ríe, “excelente”. Me dice que él tampoco informó a la Escuadra y que estaba muy preocupado, pero ahora que yo estaba ahí todo se solucionaba. Agrega: “me doy cuenta que estás muerto de frío, anda a la enfermería a cambiarte de ropa y a abrigarte, después vas a la cámara de oficiales y pides que te preparen un buen desayuno reforzado, que no te consideren en las patrullas que cubren Huachipato antes de 24 horas. A cuidarse y me alegro que estés de vuelta sin novedad. Acuérdate que este sábado jugamos en el estadio El Morro contra la selección de Talcahuano”. Yo le contesto rápidamente: “no se preocupe mi comandante, vamos a ganar”.

Del accidentado que dejamos en Valparaíso nunca me preguntaron. Los oficiales que estan en cubierta no entienden nada y sólo miran asombrados la actitud familiar del comandante y el desplante y la patudez mía al despedirme con una sonrisa.
De regreso a la cámara de tripulación, soy recibido como un triunfador y después se comenta que el comandante me había pedido disculpas y que lo perdonara por haberme dejado botado en Valparaíso.

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Después de 54 años he tratado de recordar esto que pasó hace tantos años y todavía no comprendo porqué me fui para mi casa después que el buque zarpó. ¿Porqué no me presenté a la 1º Zona para informar lo que me había pasado? ¿Cómo pude embarcarme en el Araucano y navegar 24 horas sin que nadie se diera cuenta? ¿Cómo entré y como salí por la guardia del Araucano? y ¿cómo la suerte me protegió cuando me encontré el camión con los marinos que hicieron una fiesta al verme?


Este relato es un obsequio para mi hijo Nelson, quien se ríe, goza y disfruta de estas etapas de mi vida, que ya estaban en el olvido. Sé que se reirán y quizás algunas cosas no las crean, pero juro por lo más sagrado que esto sucedió realmente. Quienes conocen la disciplina a bordo de un buque de guerra sonreirán y moverán la cabeza sin entender lo que pasó realmente. Algunos de mis amigos marinos dicen que yo era el único “enfermero civil” que navegó en un buque de guerra, que nunca pudieron quitarme mis actitudes de paisano y de cabro chico. Y por eso, por ser un buen futbolista, un buen amigo, fui el regalón del buque, del comandante y de los oficiales. Le doy las gracias a la vida y a Nelson por permitirme recordar estas vivencias.




Valparaíso, 2 de agosto del año de Nuestro Señor 2006